El índice derecho de una mano manchada de colores dispara las primeras ráfagas verdes sobre la pared de 3 metros de altura, apenas fondeada con vinilo negro. El costado izquierdo de la calle 23 con carrera 5 es el escenario escogido para el mural que rememora su primera década graffiteando las calles. El sol de la una de la tarde pega duro en la cara de este joven de 1.60 de estatura, mientras una mezcla de chicharrón recién frito y espray se mezcla en el aire.
La voz chillona de vallenato mal cantado que viene de la tienda-restaurante se confunde con el ruido de los escasos buses y camiones que cruzan con exceso de velocidad. En el andén contrario, amigos toman el registro del primer boceto: rayas verdes, horizontales y verticales, como trazadas con regla, no son más que garabatos que esconden lo que será el producto final.
–Te puedo explicar de dónde nace mi seudónimo, ¿pero para que quieres saber cómo me llamo? –dice CEROKER mientras se niega a pronunciar su nombre.
Limpiar los graffitis de la ciudad le cuesta 1500 millones de pesos al Distrito.
Las primeras cuatros letras de su nombre dicen CERO, mientras que la K salió de su primer crew (parche) y ER viene del sufijo en inglés indicador de acciones. De la mano del hip-hop de Los Reincidentes y de las letras punk de Los muertos de Cristo se interna en un mundo de aerosoles lejos del bullicio del centro. Las canciones que salen del pequeño mp3 retumban en sus oídos y los ritmos que alimentan su cuerpo llenan de música una cabeza que dio inició a un viaje in situ con duración de siete horas.
Todo empezó a los 14 años en la escuela de ECKSONE. Allí, un grafitero veterano del guetto bogotano, que con hip-hop como música de fondo lo introdujo al mundo callejero y a las largas caminatas que le mostraron los peligros fuera de casa. Rayar su nombre, pintar con lo que fuera y sobre los que fuera, con marcadores, piedras o aerosoles, era lo único en lo que pensaba mientras recorría las calles de su barrio, Cedritos. Su obsesión era verse en todas partes, reconocerse y ser reconocido.
Como una acción estrictamente egocéntrica CEROKER invadía las paredes con su tag (firma), tal como lo hacía Taki 183, el inventor del tagging en las calles de Nueva York sesenta años atrás. El griego Demetrius, de 17 años, más conocido como Taki, comenzó poniendo su apodo seguido del número de la calle de su residencia en las paredes de los vagones del metro y terminó contagiando con este virus a una gran cantidad de adolescentes en los años sesenta.
Sin importar el estilo, ni la caligrafía, el tag es el principio de todo, la forma más rápida de poner el sobrenombre en una pared. Rayar sin prudencia espacios no habilitados para el graffiti, impulsados por un deseo infantil de bombardear –pintar en zonas prohibidas–, produce más adrenalina que ser admirados por un montón de espectadores. Las firmas han invadido de norte a sur las fachadas, puertas, ventanas, monumentos, árboles y jardines de Bogotá, son para la mayoría una agresión al paisaje y al espacio público de la ciudad, pero para este pequeño grupo, lo que ellos hacen es una expresión contracultural.
CEROKER lleva 10 años pintando las calles de Bogotá.
–Si se puede dañar el Transmilenio, lo hago –dice el artista.
Para CEROKER aquí empieza el camino hacia el lenguaje visual de los grandes murales, para los propietarios de los inmuebles privados esto no es más que una manifestación de vandalismo. “La caligrafía es un arte” es el convencimiento de CEROKER y Ledania.
–Yo tengo el poder de entrar en la calle y abrirle los ojos a la gente con un mensaje, con una imagen –dice este estudiante de diseño gráfico de la Universidad Jorge Tadeo Lozano mientras escarba en sus uñas.
Trecientos mil pesos suman las 10 latas de verdes en diferentes tonalidades a las que intercambia tapas blancas como quien cambia de pincel. Trescientos mil pesos que fueron conseguidos haciendo publicidad para empresas como Sprite o Lucky Strike, o salieron del bolsillo de su madre. Trescientos mil pesos enfrentados a los 1500 millones de pesos que le cuesta anualmente a la alcaldía limpiar las paredes de la ciudad.
Las tintas que se usan son fabricadas a base de ácido. Para que éste pueda ser removido, tiene que ser tratado con ácidos, igualmente fuertes, que deterioran la piedra o el ladrillo dejando daños irreparables. Los tatuajes indelebles no construye mensajes –pues nadie los entiende–, sino que destruyen paredes recuperadas con la plata de los bolsillos de los ciudadanos. El graffiti tiene una intención estética y de contenido, el tag es un virus alimentado por un deseo individual.
Por su habilidad con el espray, CEROKER ha sido contratado por varias compañías para campañas publicitarias.
CEROKER cobró dos millones por un mural hecho para una compañía, que es pieza del engranaje capitalista en contra del cual se manifiesta. Existen decenas de grafiteros contratados para hacer murales decorativos en almacenes, apartamentos y paredes; sin embargo la ilegalidad sigue siendo lo más emocionante del oficio. “La esencia del graffiti es pintar todo sin importar de quien sea. El hecho de que ahora haga cosas legales no quiere decir que no me guste pintar en las paredes”. Eso dice su amiga Ledania con altivez.
“Quién me cuida de los que me cuidan” fue un homenaje a Diego Becerro, el grafitero asesinado por un policía el año pasado. Y “Cero Tauromaquia” fue el último mural que hicieron al lado de la plaza de toros, borrado a los ocho días en la última corrida de la temporada. –Como un heredero de antepasados revolucionarios, CEROKER siguió los movimientos de izquierda, no sólo por nacer en una familia de oposición sino por sus experiencias precoces en las noches bogotanas.
Pegado a la pared sube y baja de una escalera metálica para alcanzar las latas que descansan en el piso. Este soñador escéptico, estudiante de universidad privada, se encierra en sus pinturas y colecciona experiencias que lo convencen de poder cambiar el mundo con su arte. Una enfermedad contagiosa que se ha convertido en su razón de vivir. Así, después de 7 horas pegado a los ladrillos, se separa de su obra, atraviesa la calle, saca una pequeña cámara digital de su jean roto y desteñido y dispara hacia lo que es su último mural: “10 años creando letras”.