Nos encontramos sumergidos en un escenario demasiado candente como para ponerle bolas a unas encuestas que, como es bien sabido, son fácilmente manipulables con el fin de satisfacer el ego de unos y poner a llorar a otros, siendo utilizadas como armas políticas. No vale la pena.
A punto de definirse la acción que lleva preparando Trump desde hace semanas —la que marcaría el fin de la dictadura de izquierda narcocriminal encabezada por un monigote que, además de ser un payaso, es un tipo cuya maldad solo es superada por algunos de los que el mundo ya ha reseñado ampliamente en la historia de la ignominia—, me da la impresión de que una gran parte de mis conciudadanos es poco consciente de lo que significaría para Colombia —en cuanto al orden público, la economía y las relaciones internacionales— el fin de un cuarto de siglo en el que el castrochavismo ha campeado en Venezuela, extendiendo sus tentáculos por toda la región y más allá, influyendo gravemente en la política española e intentando destruir a los Estados Unidos mediante un narcotráfico galopante y con una migración frente a la cual el gobierno de Biden fue complaciente, propiciando la instalación de bandas criminales de alta peligrosidad como el Tren de Aragua.
Eso de las encuestas suena un poco ingenuo frente a ese panorama. Lo que llegue a ocurrir en los próximos días tendrá un efecto devastador para el mequetrefe y su gobierno de porquería. Cualquier intento de continuismo encabezado por un siniestro personaje como Iván Cepeda será derrotado, porque Colombia no quiere más de lo mismo: corrupción, nepotismo, destrucción, perversión y un largo etcétera.
Esa manera parroquial que nos caracteriza se verá afectada por lo que ocurra en la geopolítica. Uno de sus síntomas es el de botar a la basura el populismo progresista que, como un cáncer, invadió la región. Venezuela se convierte en el espejo en el que tenemos que mirarnos, y cualquier cambio allá tendrá serias repercusiones. Por su parte, Estados Unidos ha dado un giro fundamental, ocupándose especialmente de la seguridad, lo que implica una atención especial al país donde se produce casi la totalidad de la cocaína del mundo. Las encuestas no reflejan esos cambios geopolíticos que incidirán en las próximas elecciones.
Cuando amanezco optimista y me encuentro con un venezolano, le manifiesto mi alegría diciéndole que su país se convertirá en una potencia económica a la que podrán retornar por millones y que acogerá a muchísimos colombianos que encontrarán allá posibilidades de desarrollo para ellos y sus familias. También me regocijo pensando en las grandes posibilidades que tendremos, siendo vecinos, al participar en su reconstrucción. Colombia cuenta con todo lo que Venezuela necesitará en ese proceso maravilloso. En esa disposición de ánimo ¿para qué ponerle bolas a encuestas que no anticipan nada? No representan la realidad de un país tan complejo como el nuestro y menos en un momento como el presente, lleno de conflictos y necesidades apremiantes en vísperas de las fiestas de fin de año.
Veo improbable que, mientras los venezolanos logran salir del abismo, nosotros queramos hundirnos en él. Seis meses tenemos por delante en los que seremos testigos de grandes cambios que afectarán la percepción de los votantes. No hemos estado para encuestas en el pasado y mucho menos ahora.
Luego de tres años y cuatro meses de escándalos de todo tipo, estamos agotados. Este cansancio puede ser una de las razones que explican el fenómeno Abelardo. La decisión final va más allá de las simplonas preguntas de las encuestas. Una mayoría del electorado se mantendrá silenciosa y será la que decida. Votos nacidos de la decepción de muchos y de la confirmación de otros de que, con el socialismo, el comunismo, el progresismo —como se le quiera llamar a ese engendro del demonio—, no se puede.
