SEMPER SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.
Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con la esperanza de volver al lugar que siempre ha sido su casa. Sí, lo descubrí tres días después de conocerte. No eres de este planeta y mi hija es una hermosa indígena alucinada con las luces que siempre están cubriendo el Pacandé. Está fresca la temperatura y al pedazo de universo que vemos esta noche no le cabe un color más. Amarillos y rojos enmarcan el espectro de la cruz del sur, verdes y violetas colocan un anzuelo a la díscola Shaula, el aguijón, que titila furiosa cuando percibe que la observan desde aquí. Vaya si son tercas con el cuentito de dejarme solo fumando en la hamaca. Yo también quiero encaramarme en las tejas, ver bólidos fugaces que parecen escribir recuerdos familiares en el cielo mientras caen. Amorosas, no me permiten tamaña intromisión. Ustedes toleran mis particularidades y hacen lo posible para no cambiarme. Sin palabras me explican que no debo subir, que no es mi momento de empezar una aventura radical. Les agradezco la sutil aclaración. Mis horas de conversación casi inconsciente, los profundos silencios que las desconciertan, son escaso aliciente para dañarles el período de sosiego. Hipnotizadas, señalan el lugar del cosmos a donde su travesía las llevará. Lo entiendo todo, es un compromiso hecho con su libertad el que me hace retirar. Dejan de lado las insinuaciones, entran a la habitación y aprovechas para colocarle a Isabelita el vestido rojo que Don Héctor le regaló para su cumpleaños. Una de las últimas memorias que grabará mi mente es también el inicio de una despedida sin rimbombantes anuncios. Debo aprender a intuir tus pasos, muchachita. La niña parece estar en trance. Le dices al oído, como si recitaras un estribillo, que esta noche le saldrán alas en la espalda como las que tú tienes y ella tiene escondidas y siente hormiguear porque quieren salir, que al fin podrán volar a través de los soles propicios de Yacó hasta la zona donde el río grande resguarda los secretos de tu raza celestial. Mientras tanto, la llevas al lugar más alto de la casa para contarle las cosas que viviste cuando tenías su edad, lo que soñaste y lograste, el día que calzaste tu primer par de botas de caucho con el objetivo de salvar a la gente que de verdad te importa, los pormenores de la semana que con Marisol, la “monita”, tu mejor amiga, escalaste montañas de sal pegadas al mar cuando estaban en la “universidad pública” y se soñaban casadas con algún comunista estudiante de física cuántica. Dentro de muy poco abandonarán todo, me dejarán, se irán lejos y cada mañana después de ese día, me darán un beso antes de que despierte para que mis instintos estén seguros de que no soy otro poeta varado que se siente perdido en un mundo que no entiende. Las tendré cosidas a la piel como consuelo ante su ausencia, sus vocecitas chillonas y plácidas acompañarán los tiempos en que nada parezca tener sentido, cuando el silencio sea una cuchilla que corte con milimetría mis tobillos. Pero no voy a estar triste antes de tiempo. Ni lo sueñes, preciosa. Primero, describiré tus ojos rasgados en mi libreta, la sonrisita que le pinta el rostro a Isabel cuando hace la siesta y por fin estamos tranquilos por ser una familia que gracias a los dioses le huye a la perfección. Juntas hacen la poesía anárquica que derrotó la oscuridad de mi caverna. Mientras observan el cielo voy a tomarme la tasa de café que no me gusta con tu tía Anita. Sus cuentos de espanto seducen mi imaginación, pero ella, tan amorosa en sus palabras escasas, no me contará historias de descabezados o lloronas amputadas, prefiere decirme que Isabelita es igualita a ti cuando llegaste una mañana caminando por el sendero de arena con un par de relucientes alas preguntando si en estas tierras los colibríes tenían también azules las plumas. Desde allí las observo y me parecen irreales, me miras y por fin asumo que está completa el alma, audaz el corazón, que soy capaz de hacer cualquier cosa que me dicte ganar la tibieza de la sangre. La señora Anita se despide, tiene que ir a rezar su acostumbrado rosario por los vivos y sus esperanzas. Camino la senda que separa aquella casa acogedora del lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Las encuentro bajando de las alturas llenas de lucecitas pegadas a la ropa. Los cocuyos las hacen levitar. Isabel finge un berrinche y veo clara por primera vez la mirada de Teresa en los ojos de su nieta, esa fuerza de los espíritus que nunca se rinden. Me das un beso para confortarme. Descubres los omoplatos de la hermosa hija que nos regalaron los delirios y veo que dos pequeñas protuberancias le pelean a la piel y los tirantes del vestido el aire que necesitan. Estás orgullosa, asustada, tu hija también es un ángel. Entras a dormirla y yo me quedo horrorizado intuyendo lo que pasará. Es imposible negarme el llanto. “Llevo tus marcas en mi piel”. Retumba en mi cerebro la profecía de Fito, el dueño de las mariposas multicolores y eso no tiene mayor relevancia ahora, pero quiero dejarlo patente como sentimiento en esta narración. Lo que experimento no es tristeza sino una horrible hilera de mordiscos que me hielan el estómago. “Nostalgia. Así pica en la panza”, dices con ternura. Y continuas: “Yo siento lo mismo. No es una emoción cómoda. Pero también tengo claro que nos volveremos a ver, ten fe”, concluyes. Te abrazo. Sé que después de esta noche me hablarás a través de espejismos, que me acompañarás y no podré tocarte, que todo para nosotros está decidido. Trato, pero es imposible conciliar el sueño. No quedará nada, estaré solo, no es justo salir del paraíso de esa forma, pienso egoísta, es lógico, pero creer eso me ruboriza. No dejó de mirarte, de tocarte. Isabel da vueltas en la cama, se acerca sonámbula, descansa su brazo izquierdo sobre mi pecho y empieza a hablar dormida, igual que mis sobrinos, mi viejo, mis hermanos y yo lo hemos hecho desde el nacimiento. Es nuestra marca genética. Empiezan los sonidos del desierto. Un millar de pájaros cantan con tal intensidad que los muros parecen derrumbarse, están felices, tú y la nena tienen su naturaleza, saben que falta poco para que en grupo, remonten la cordillera y llenen a Yacó con innumerables destellos plateados de música. Te levantas como si hasta ahora iniciaras la parte bonita de la quimera. Besas a Isabel, ella despierta y se abraza a lo poco que soy en este momento. Un viento tibio, contundente, se mete en la habitación y manda por los aires toda la materia innecesaria. Tomas a mi hija y sales al patio, suben las escaleras, esta vez para siempre, y es por arte de fantasía, que las veo desplegar unas alas pequeñas de colibrí, azul metálico, voraces, tan hermosas que con frases es imposible describirlas. Me lleno de angustia y de alegría al mismo tiempo. Descansan. Ya todo son senderos que tus labios enuncian y no puedo ubicar. Isabelita abre sus brazos plenos de inocencia, me dice “te amo papá” y sin mirarme, resuelve entregarse a una corriente de vacío que la eleva del tejado. Tú, frenética, me dices que te hice feliz desde que te conocí, enjugas mis lágrimas y me das el beso que recordaré por eternidades repetidas. Desde ahora todos mis espacios serán las seis de la mañana de un sábado injusto que no se agotará. Alejo y Sulma me recogen del piso. Todo se consuma, por lo menos eso creo. Anita, la tía que conocí tan poco y quiero como a mi mejor amiga, me dice resignada: “Hay que dejarlas ir, mijo. Existen seres que necesitan inundar con su fuego los interminables lugares que la oscuridad deja secos. No se preocupe. Si algo me han enseñado las correrías por el mundo es que angelitos caminando la tierra hay muchos y usted está condenado a encontrárselos y a quererlos con locura”. La gratitud es una palabra insuficiente para explicar lo que siento por aquella mujer. No volveré a Yacó, lo presiento. Toda esta belleza que termina por doler no la asumo propia si mi hija y Catalina no están. Sé que nos encontraremos otra vez, nos abrazaremos y miraremos las estrellas. Les hice prometer que cuando tenga que cruzar la línea de árboles y las alas me salgan de la espalda, ellas, La Filipina y la hijita indígena que amo, esos dos hermosos colibríes, me dirán al oído que ya pasó lo peor.Alas de colibrí
Mar, 15/10/2013 - 09:16
SEMPER SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.
Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con
Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con