Ángeles y demonios

Vie, 25/10/2019 - 12:49
Colombia es una tierra de ángeles y demonios; quizá como en todas partes, pero aquí a veces se tiene la impresión de que los demonios abultan más. Lo he pensado esta semana al leer dos piezas en
Colombia es una tierra de ángeles y demonios; quizá como en todas partes, pero aquí a veces se tiene la impresión de que los demonios abultan más. Lo he pensado esta semana al leer dos piezas en la prensa española que no tienen nada que ver entre sí. Pero me explico. Primero, el caso de Leandro Matías, un Hannibal Lecter criollo que despiezó y quemó parcialmente el cuerpo de una chica en Valdemoro, a las afueras de Madrid. Una de las razones que esgrimió este descuartizador es que la víctima se burlaba de su acento colombiano. Y seguramente el tipo era muy educado con los vecinos, y su suave acento colombiano lo hacía tratable a pesar del recelo que a mucha gente suelen inspirar aquellos que llevan como Leandro, tatuado hasta el sobaco. La otra pieza en la prensa, la que me llevó a pensar esta vez en los ángeles, en una semana en que destacaba la imagen de aquel demonio colombiano en España, la traía un diario regional español, Heraldo de Aragón. Publicó este periódico una larga e interesante entrevista con el doctor Carlos Val-Carreres, una eminencia en medicina taurina. Mejor dicho, la máxima autoridad mundial en esa especialidad. Conocí al doctor Val-Carreres a mediados de la década de los años 90 en Cartagena, adonde se trasladó con urgencia desde España para atender a José Ortega Cano que había sufrido una de las más graves cornadas de su carrera taurina. La segunda más grave, según me dijo. El torero confiaba ciegamente en don Carlos que por lo visto le había salvado la vida en su más comprometido percance, años atrás.
Cuando el médico español visitó al torero en una clínica cartagenera, Ortega Cano ya estaba fuera de peligro y según me dijo, los cirujanos que atendieron al matador habían hecho un trabajo “impecable”. Y agregó: “No tendría que haber venido, mis colegas aquí saben mucho de esto”.
¿La razón? Las corralejas, esas fiestas bárbaras en donde la gente se encierra borracha en plazas improvisadas en los pueblos de la costa atlántica a mantear un toro hasta que los empitone, los hiera de gravedad o los mate. La práctica de atender heridos por asta de toro ha hecho de los médicos costeños unos verdaderos maestros en la materia. Recuerdo hace unos años, que hubo en Bogotá un congreso mundial de cirugía de guerra. En el Hospital Militar esperaban con gran interés al mayor especialista mundial de esa medicina, un israelí. Se me ocurrió preguntarle a uno de los organizadores colombianos qué “novedades” estaban tratando últimamente. No había nada destacable: eran los balazos, amputaciones de miembros y quemaduras de siempre. Hasta que de pronto, a mi interlocutor sí se le ocurrió algo fuera de la rutina de aquel conflicto de baja intensidad pero siempre trágico y siniestro: “Sí, mire –me dijo— nos están llegando heridos con una granada sin explotar incrustada en el cuerpo. Se ve que los fabricantes de armas están vendiendo un nuevo producto, que retira a tres combatientes del campo de batalla: al herido y a dos más que lo sacan”. Retirar una granada que puede explotar incrustada en el muslo de un soldado requiere una habilidad extraordinaria y unas mediadas de seguridad fuera de lo normal. Pueden volar por los aires el herido, el cuerpo médico y los pacientes que tengan la mala suerte de ser vecinos de aquella operación. Cuando el médico terminó el relato de cómo hacían aquella intervención quirúrgica le pregunté qué les podía enseñar a ellos un especialista israelí. La vida cotidiana de este país está llena de ángeles anónimos como los médicos de estas dos especialidades que he tomado como ejemplo. Hay ángeles así en todos los campos y profesiones. Lamentablemente personajes como el descuartizador de Valdemoro sacan siempre la cara con gran éxito por los demonios. Y no hay quien pueda competir con ellos.
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