No se preocupan por saber cómo funciona el mundo en el que viven; en cambio, juegan a ser alguien o algo que no son. No tienen la menor sospecha de que no hay muchas cosas buenas al siguiente día, pero parecen vivir en un arco iris. Deambulan por las calles emitiendo juicios que asumen como suyos, juicios que tienen la misma precariedad que los conceptos en los cuales se fundamentan. Son muchos y se sienten llamados a ser los dueños del mundo.
Un día pueden ser conservadores pero son felices jugando al anarquista. Otro día se autoproclaman artistas pero no entienden ni soportan la crítica especializada. Se consideran cosmopolitas pero se burlan de la cultura popular latinoamericana. Se dicen personas pero no reconocen la humanidad en el otro.
Caminan por cualquier calle, aparecen en cualquier espacio televisivo; importunan con sus charlas, son ruido de fondo. Pero además de ser ruido de fondo son quienes están rigiendo los destinos de la política mundial; quienes deciden qué se puede leer, qué se puede escuchar. Son quienes forman el grueso de la opinión. Son los padres de quienes gobiernan, son los hijos de quienes gobernaron. Son los que profetizan un cambio que nunca se verá.
Son los dueños de casi todo lo que nos rodea y aún así juegan a ser humildes. Usan litros de perfume para tapar su hedor. Son en definitiva un cáncer, extendido por todas partes y en todo momento. Son cadáveres, pilas de abono que caminan; que caminan y se visten, que caminan y comen. Cadáveres que tienen “buen gusto”: cadáveres exquisitos.