Caso Concha: Yo le creo a Lina María Castro

Dom, 20/11/2011 - 09:54
Una mujer, la periodista Lina María Castro Torres, trabaja en la presidencia y dice que su jefe abusó sexualmente de ella y que repetidamente, desde hace más de un año, le ha tocado asumir posicio
Una mujer, la periodista Lina María Castro Torres, trabaja en la presidencia y dice que su jefe abusó sexualmente de ella y que repetidamente, desde hace más de un año, le ha tocado asumir posiciones incómodas en contra de su voluntad. Su jefe, Tomás Concha Sanz, dice que se trataba de sexo consensual y que si a alguien debe pedirle disculpas es a su mujer por la infidelidad cometida. Le debió llegar con el cuento de que su asistente encargada de las comunicaciones (Lina María Castro) se había aprovechado de su confianza, de la cercanía profesional que le brindó sin otro motivo que el altruismo de ayudarle en su trabajo ¡de ayudarle a surgir y a superarse! pero que desafortunadamente su condición de hombre vulnerable le jugó una mala pasada cuando ella, premeditadamente, se agachó a recoger un clip y no tenía calzones. Sugiere ¡eso sí! en la entrevista a El Tiempo, y como toque romántico, que mediaba un sentimiento de admiración versus la versión de ella que dice que él aprovechó que llevaba un bluyín descaderado para manosearla. ¿Qué es más creíble? Como siempre pasa, terminará, en la intimidad de su cuarto, pidiendo excusas por todos los hombres, porque dios nos hizo en exceso falibles y proclives a la flaqueza del cuerpo; puede que suelte una lágrima pidiendo compasión y, un buen día, cuando vea calmados los ánimos dirá, por casualidad, que de pronto inconscientemente su sexualidad estaba buscando emociones que ya no consigue en su casa. Canallada que transfiere la culpabilidad a la esposa y completa el círculo típico con que se dan gran parte de las discusiones en pareja, por lo menos en este reino del sagrado corazón. De ahí en adelante ella no dirá nada, los medios de comunicación la abordarán, ella contestará unas frases torpemente aprendidas y su marido habrá cometido su peor abuso contra el ser que menos lo merece sólo porque ella, vestidita de blanco y con el pubis perfumado, se comprometió a apoyarlo en “las buenas” que ya pasaron y en “las malas” que aceptó, como dios manda: para siempre. Dejando de lado la ironía, los casos de sexo consensual entre funcionarios de la Presidencia de la República no son extraños. Está -perdón la obviedad- el que sucede entre el presidente y la primera dama, interrumpido sólo por el edecán para pasarles los condones o decirles, por ejemplo, que ya ubicaron a Timochenko; otro más libertino pero que tiene el encanto de ser una de las buenas tradiciones laborales que aún se conservan: el sexo del día de las secretarias después de la consabida invitación a almorzar con la ventaja de que, ellas mismas, reservan el motel y piden dos copitas de champaña; están también las infidelidades normales que se producen bajo el efecto embrutecedor de la quincena, que es cuando las niñas del conmutador contestan con tono grave “El doctor está en el despacho”. Estar con el presidente -o el vicepresidente- en el despacho, no da lugar a dudas, ni a preguntas subsecuentes; o sea, ninguna esposa, o esposo, responde: “¿Y, en qué andan, o qué?” o “¿Con quién están?” o “¿De qué se trata la reunión?” o “¿Me comunicas un minutico?” nadie es tan imprudente. Es la mejor excusa en el mundo para ocultar confidencias y vidas paralelas, por eso es tan apetecido trabajar allá. En nuestro gobierno, para no ir más lejos, se han escuchado rumores de presidentes que en la Casa de Huéspedes de Cartagena no vestían sino la banda presidencial, o que en la Casa de Nariño han dejado el corbatín en la despensa o entre alguno de los closets del aseo; closets de los que han salido también mandatarios, y alguna consorte, a demostrar que el poder es un afrodisiaco tan potente que ¡todo se vale y que, antes, es mucha gracia que les quede cabeza para gobernar! La debilidad de la carne es proporcional a la importancia del cargo; eso se sabe, sobra cualquier explicación, basta observar la naturaleza humana. Por eso, le perdonamos a Clinton que se metiera con una vieja tan desabrida, a Berlusconi que despachara desde un yate anclado en las cercanías de Capri; a Sarkozy que, recién posesionado, dejara a su mujer por una más flexible y manualita; y eso por dar unos ejemplos actuales y no remitirnos a Bolívar y Manuelita, John Kennedy, Enrique VIII, Catalina la Grande, los dictadores latinoamericanos, los polígamos sultanes del Islam o los emperadores chinos. O sea los colombianos sabemos de relaciones consensuales en el seno del ejecutivo, conocemos su dinámica, su manera de multiplicarse en rumores disímiles y versiones de telenovela… y esto no es una de ellas. No tiene esa magia vivificante del chisme sino la certeza colectiva de la ignominia. Ahora bien, en el mismo ambiente en que hay sexo consensual también se produce lo contrario: sexo no consensual por alguna de las partes. En el matrimonio mismo no siempre el deseo del cuerpo es alunísono. Algunas veces, uno de los dos lo hace a regañadientes, sin querer, por complacer al otro y no verlo con la misma cara del perro que no sacaron el parque. Dejar, por ejemplo, que la pareja de uno se frote una pepa de mango en los genitales como preludio al amor, o que cante la marsellesa en el momento del orgasmo, o que insista en pellizcarse la piel con los ganchos de colgar la ropa, es consentir. Disentir sería decir que no, explícitamente y negarse a continuar el proceso de la cópula como respuesta a una determinada insatisfacción. Disentir es un derecho y una forma de pedir respeto por parte del otro siempre y cuando -y en esto radica la diferencia con el delito- no exista una coacción tácita o pronunciada con el objetivo de infundir miedo. Los abusadores sexuales, generalmente, provocan encuentros con base en la intimidación porque más que el sexo lo que los excita es sojuzgar a la contraparte, vencerla y literalmente arrodillarla a sus pies y humillarla; obligarla a realizar un acto que la reduzca a una condición animal. Los ambientes laborales son facilitadores de este tipo de delitos y se da en una relación de 100 a 1 entre jefes hombres contra mujeres subalternas. Hombres insatisfechos en tan alto grado que ponen en peligro los principios de la fidelidad, y la convivencia, por tener un goce prohibido que les supla una de las drogas más poderosas del universo: la adrenalina. Hombres que necesitan ayuda, pero les da vergüenza pedirla porque nadie que tenga un mínimo de poder reconoce sus errores a menos de que lo cojan y su problema amanezca un día fresquito en el periódico, al lado del jugo de naranja, el pan y el café que la muchacha del servicio le revuelve con el dedo. Lo que agrava el contexto ético del caso de Tomás Concha es que él trabaja en Derechos Humanos o sea que mientras con una mano puntualiza con el índice en alto sus discursos, muchos en los que se toca el tema de la desigualdad de la mujer y la lucha que debe darse para evitar tal injusticia, con la otra se abre la bragueta justo en el momento de recordarle a su subalterna que él es quien decide la renovación de su contrato. Yo le creo a Lina María Castro porque si la relación hubiera sido consensual con seguridad la salida de su agresor hubiera sido mucho más airada y amenazante, pues la reacción de un hombre atacado en su amor propio es mayor a la de un abusador sexual que maneja de manera más calculada sus emociones. Tomás Concha no se está defendiendo de una falsa acusación porque hubiera, sin duda, reclamado un mínimo de honestidad, hubiera insistido en la ausencia de pruebas y se hubiera explayado en una declaración pública más emotiva, más humana, tomando más riesgos, pero no: lo declarado, hasta ahora, ha sido medido, que es como actúan quienes le temen a “todo lo que diga será usado en su contra.” La entrevista a El Tiempo, por ejemplo, fue por escrito y no telefónica que es lo usual. Señala a su subalterna por no haber declarado el hecho desde que comenzó, lo que en mi sentir delata que más grave que ponerle a la fuerza el pene en la boca debió ser el manoseo verbal, las miradas sin tregua y esa respiración de hiena, a través de la sala de conferencias o en la cafetería llena de gente, que nadie escucha salvo la presa. ¿Cuánto tiempo le lleva a una mujer acopiar el valor necesario para reconocer públicamente una flagrante violación de su intimidad? ¿Hay estadísticas al respecto? Pensemos que hay mujeres que se pasan la vida en situaciones peores sin chistar, sin decir ni mú, porque qué pena, porque qué dirán o, peor, porque me lo merezco en razón a las desvirtudes del pecado original magnificadas por el machismo que, en el caso de las relaciones laborales, su representación gráfica más común es la del pulpo. No es para nada casual la expresión “los tentáculos del poder”, ésta no hace sólo referencia al alcance manipulador de quienes lo ostentan sino a la práctica “inofensiva” de tentar culos. Yo creo en Lina María Castro porque si hubiera sido una relación consensual la esposa de Tomás Concha no lo hubiera perdonado tan fácil. Ella no lo ayudaría si fuera un desliz del corazón, o de la piel; ella le ayuda porque sabe -las mujeres saben- que su marido tiene un trastorno grave de la personalidad y debe estar rezando, en silencio, para que con este golpe a su integridad toque el fondo que necesita para recuperarse de su desvarío.
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