Crónica del imperio del centro (6)

Mié, 06/02/2019 - 08:15
Allí, al sur de la China del siglo XIX, se operó un cambio trascendental de la humanidad en relación con el mundo de las drogas. Hasta entonces, un género que era para

Allí, al sur de la China del siglo XIX, se operó un cambio trascendental de la humanidad en relación con el mundo de las drogas. Hasta entonces, un género que era para manejo casi exclusivo de chamanes, brujos y jefes tribales, se convirtió en una mercancía generadora de riqueza como pocas en el mundo. Nuevas leyes llegaron a regular las sustancias, el modo, tiempo y condición de su consumo; y el pionero y patrón de aquel nuevo negocio fue el fundador de mi compañía aseguradora, William Jardine, un médico escocés cuya vida y milagros yo desconocía al momento de firmar aquella póliza de viaje en Manila.

El doctor Jardine fue un capitán de empresa en toda regla, uno de esos hombres que inyectaron cantidades ingentes de dinero al sistema financiero. Solo que a diferencia de muchos de sus colegas dueños o inspiradores de empresas honorables, el médico inglés eligió el contrabando de droga, fue eso que hoy llamaríamos un narcotraficante, un “comerciante de riesgo”. Si bien en aquellos tiempos Sir William no corría riesgo alguno. Es más, estaba protegido por la corona inglesa, lo que hacía que la frontera entre acumulación de capital y el delito se volviese difusa y los límites entre el mercado legal y el contrabando terminaran por perderse en la lejanía.

Qué había llevado a los chinos al consumo masivo de opio es motivo de controversia entre historiadores. Para unos la concentración de tierras en manos de la nobleza supuso escasez de comida que derivó en la búsqueda de un paliativo contra el hambre. Para otros fue síntoma de la decadencia de la dinastía Qin, y que un consumo arraigado en la aristocracia terminó imitado por la servidumbre primero, y finalmente por el pueblo. Comoquiera que sea, Gran Bretaña vio la ocasión para implantar ese comercio aprovechando su posesión de la India, la más emblemática colonia inglesa en el siglo XIX.

Allí operaba la East India Company, una corporación de comerciantes cuyos orígenes se remontaban al siglo XVI, con intereses en Oriente y gran influencia en la vida política británica. Aquellos hombres de negocios ingleses, con carta blanca de la reina Victoria, administraban los recursos indios y eran los dueños y señores del comercio al oriente del subcontinente asiático.

Nuestro hombre en esta historia, William Jardine, se empleó como cirujano en los barcos de la East India Company a los diecinueve años. Viajó en la compañía hasta cumplir la edad de treinta y cuatro, desempeñando ese oficio por las rutas comerciales entre Inglaterra, India y China, y como oficial superior en aquellos buques se asignó un espacio para llevar la preciada mercancía que le daría fama y riqueza.

Y así fue como la compañía transformó pronto la adormidera de la India y la venta clandestina del opio en China en piezas del engranaje de su sistema financiero. Gran Bretaña empezó a promocionar la siembra mediante créditos para el cultivo, se hizo con el monopolio de la producción de opio y se vio favorecida por la prohibición del comercio de la droga en China.

De hecho, al igual que ocurre hoy con la cocaína, la edad de oro del contrabando de opio, lo que hoy llamamos narcotráfico, había empezado en 1793, cuando el emperador Jiaqing ordena destruir cualquier cultivo local de adormidera e impone la pena de muerte incluso para los consumidores.

El carácter fraudulento de este comercio  fue el soporte de la hacienda india del gobierno británico, y su prohibición una fuente de acumulación excepcional para los ingleses. Pero en 1838, durante una nueva avanzada prohibicionista del gobierno chino contra el opio, Inglaterra vio la oportunidad para abrir las puertas del gigante asiático.

Lin Hse Tsu, comisario imperial para la eliminación de la droga, ordenó a los comerciantes, tanto británicos como chinos, la destrucción de la mercancía. Los comerciantes ignoraron el requerimiento y el comisario dio la orden de quemar los comercios chinos en tierra y los barcos británicos con cofres de la droga atracados en el puerto de Cantón. El equivalente a un año de suministro para los consumidores se esfumó y eso fue el pistoletazo para las guerras del opio en 1839.

Para los ingleses, que atravesaban una crisis de sobreproducción, aquello resultó providencial porque necesitaban nuevos mercados para colocar los excedentes. Lanzaron la poderosa Armada británica hacia los mares de China, tomaron Cantón, penetraron por los ríos interiores, arrasaron ciudades y aldeas y entraron a sangre y fuego en Shanghai, sin encontrar apenas resistencia por parte china. La guerra acabó en 1842.

Por el tratado de Nankín China indemnizó a Inglaterra, tuvo que abrir al comercio cinco puertos y ceder la isla de Hong Kong para proveer de un puerto al comercio británico. Pero en 1856 los ingleses tomaron como pretexto dos incidentes menores para declarar por segunda vez la guerra a China, que fue derrotada de nuevo por una coalición a la que se unió Francia. El desenlace fue un nuevo tratado perjudicial para China en 1860.

William Jardine, el contrabandista que había comenzado con el transporte clandestino de unos cuantos cofres de droga, emergía como la figura más representativa de la burguesía del opio. Había fundado, ciento cincuenta y siete años atrás, Jardine, Matheson & Company, una empresa que empleaba aquel año de 1987 a casi 40.000 personas y operaba comercialmente no solo en Hong Kong sino en el resto del mundo.

Ahí estaba yo entonces con mi equipaje a buen seguro gracias a su compañía. Aquel lejano otoño, mis pertenencias y las de mi empresa estaban en buenas manos.

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