Diálogos en silencio

Dom, 25/12/2011 - 13:32

Una reflexión sobre la reconciliación que envuelve a esta época. Sobre la importancia y urgencia del diálogo en familia, en sociedad, y consigo mismo. Dos miradas: desde las letras y las im
Una reflexión sobre la reconciliación que envuelve a esta época. Sobre la importancia y urgencia del diálogo en familia, en sociedad, y consigo mismo. Dos miradas: desde las letras y las imágenes, y el cine y la cotidianidad del periodismo. I. Olvido y amnesia Doris Salcedo. Plegarias mudas. 2008. Hay un cuento de Borges (La Leyenda) en el que Caín y Abel se encuentran en un desierto tras la muerte de este. Cuando Caín ve en la frente de su hermano la marca de la piedra que él le lanzó, se arrodilla y le pide perdón. Abel le dice que olvidar es perdonar, que quien recuerda la culpa mantiene el rencor. Este es un bello ejemplo de lo que yo entiendo por la comunicación: un olvido, no una amnesia. Es un olvido porque realizamos la comunicación al comprender los motivos o las causas de la acción del otro, cuando entendemos qué lo llevó a pensar de tal modo o cuáles emociones embargaban su espíritu y nublaban su conciencia. Cuando exorcizamos los demonios del recuerdo y el resentimiento, que solamente nos traen daño y dolor. Héctor Abad Faciolince en su libro El Olvido que seremos lo explica claramente, no se venga de los asesinos de su padre, no les paga con la misma moneda ni les devuelve atenciones, sino que emplea la enseñanza recibida: las palabras. Ese es un cuento de la comunicación. O una metáfora, como una exposición de Doris Salcedo que se llama "Plegarias Mudas", y acude a la imagen como narración, a la introspección de los objetos y la revelación de la realidad de los sujetos. Esta capacidad de contar una historia sin el lenguaje escrito la utilizan los artistas, porque como decía Luis Caballero, “si pudiera decir lo que digo con palabras y no con imágenes, como lo hago. Pues no sería pintor sino escritor”. El lenguaje pictórico, visual, es complejo, lleno de matices y de complejidades. No es raro que nos digan que somos analfabetos visuales o que sintamos desazón y confusión en una exposición de arte contemporáneo. Quizás por eso los museos están vacíos y los narcotraficantes son quienes comparar arte en Colombia. Eso se dice, pero no estoy de acuerdo. Porque aunque sea más difícil leer un cuadro –digamos, las Meninas de Velásquez-, que el Buscón de Quevedo, por muy ignorante que sea una persona, siempre sacará algo, entenderá un mensaje, de forma leve, claro, pero efectiva. Y la lectura del erudito, del crítico no pasa tampoco de eso. Porque el arte es un engaño, como decía Picasso, un falsear la realidad; o como señalaba Duchamp, es ser capaz ver lo que en la realidad no vemos. II. La pantalla de lo real García Márquez, de joven cuando trabajaba en El Espectador en Bogotá, en un reportaje contó la historia de un hombre que no tenía amigos ni conocidos (¿Por qué va usted a matinée?, es el título, 1954), menos mujer e hijos. De hecho no salía de su casa a nada que no fuera su cita con el cine, en especial la matinée, el horario de las 3 ó 4 de la tarde. Pues a esa hora los teatros están solos y asisten aquellos que en verdad gustan del séptimo arte. El periodista supo del tipo por una coincidencia de la vida, y es que él también iba todos los días al mismo teatro y a la misma función. Le llamó la atención la compostura, su señoría y el respeto que irradiaba. Comenzó a perseguirlo, a indagar: qué hacía, dónde trabajaba, con quién vivía. Descubrió que casi nunca salía de casa, que la comida la encargaba por teléfono, la señora del aseo venía los sábados con la obligación de callar y los mensajeros dejaban siempre gran cantidad de correspondencia en su urna postal. Además, su médico lo visitaba puntualmente cada semana. Gabo localizó al médico y sin titubeos le cayó un día a su consultorio y comenzó a preguntar, a escudriñar. El médico, viendo la ansiedad del joven reportero, le contó que en realidad el hombre no estaba enfermo de nada, que su problema de salud era que no le gustaba rodearse de gente, pues invadían su intimidad y su espacio vital. Era esquizofrénico. Él le aconsejó un amigo psicólogo o una cita de psiquiatría. Pero el hombre se rehusó enfáticamente a la recomendación. Pues según él, no estaba ni loco ni trastornado. Así que el médico, sin más qué hacer, le dijo que fuera a cine, para que supiera cómo iba al mundo. Y así lo hizo. O lo hacía. Iba todos los días al cine para comunicarse con el mundo. En su reportaje Gabo señalaba que, afortunadamente, por esos días el cine hiperrealista de Fellini, Rossellini y de Sicca eran los más vistos en la ciudad.
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