El espejo, una historia al mejor estilo de lovecraft

Jue, 06/09/2018 - 11:33
Los domingos en las tardes suelo ir a la casa de mi madre, almuerzo y luego me echo despreocupadamente en la cama para descansar. Una de las paredes de la que solía ser mi habitación tiene ahora un
Los domingos en las tardes suelo ir a la casa de mi madre, almuerzo y luego me echo despreocupadamente en la cama para descansar. Una de las paredes de la que solía ser mi habitación tiene ahora un gran espejo que multiplica el espacio y la luz, así como las cosas y las obsesiones contenidas en él. Como podrán imaginar, el espejo refleja todos los rayos luminosos que le llegan y por tanto devuelve una imagen duplicada, aunque invertida. Observo con desconfianza el espejo y veo en él a un hombre que observa con recelo la realidad que refleja. El hombre soy yo, claro, pero también es otro. La imagen del espejo, aunque tenga mi apariencia, es en realidad la del complicado y mal hijo que fui. Tiene las manos agarradas en la espalda y no sabe dónde pasar el rato después de clases ni con qué disfrazar el sabor de las horas que le separan de la noche. Está en una calle mal pavimentada y rota, donde las casas parecen tener alguna clase de actividad orgánica, pues transpiran como las personas y, como las personas también, padecen de enfermedades en la piel y grietas abismales en el interior de la conciencia. Lo anterior sé que sonó a cuento de Howard Phillips Lovecraft, este genio es uno de los escritores que más me ha marcado, por encima de Borges, Ayn Rand, John Locke, Gabo, Cioran y Pessoa (no se deje descrestar, no he leído mucho más) De adolescente y mal hijo, leí casi todas sus historias, empezando naturalmente por: Call of Cthulhu, espectacular relato que no solo me enseñó a describir con palabras cualquier tipo de situación, sino que me inspiró a seguir cada día descubriendo nuevos modos de ofrecer algo de nosotros mismos a quien está cerca de nuestra realidad. Cada vez que camino por la que solía ser mi habitación, ese hombre joven y mal hijo repite mis gestos, pero por sus ojos asoma un tipo que no soy yo. Aunque también soy yo. Quizás sea la parte de mí que más odio, la detesto; me remite a una época de la vida en la que todo estaba roto. Cuando un millonario se mira en el espejo, ve un mendigo; cuando el que mira es el mendigo, lo que ve al otro lado es un ejecutivo. Lo que realmente eres te remite a tu contrario porque la afirmación de ser implica la posibilidad de no ser. Ahora estoy junto a mi antigua cama, valorando uno de los placeres más simples de la vida: las sábanas recién cambiadas, ese olor a Suavitel que ya no tengo en la que ahora es mi cama; el sujeto del otro lado hace lo mismo. Antes de apagar la luz, lo veo por última vez con tristeza, pero también con respeto. Estamos acostados los dos, cada uno en su sitio, nos disponemos a dormir ¿soñaremos lo mismo?, ¿estaré en la casa de mi madre, o en la Ciudad Sin Nombre? en inglés: The Nameless City. Sí, es otra historia del gran Lovecraft, solo que aquí, está dividida en dos por una cicatriz de piedra. Cada una de las mitades de esta ciudad mira a la otra con la desconfianza con que solemos observar nuestro propio reflejo. Una de las mitades es rica y la otra pobre. Una está vieja y la otra está nueva, una es blanca y la otra es negra; las dos están perplejas, como yo mismo frente a mi reflejo. Ya es de noche, las dos mitades duermen. ¿Soñarán lo mismo?  
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