La corrida de toros dejó de ser brava hace mucho tiempo; desde que se tomaron medidas para quitarle ventajas al animal y facilitar la labor del matador. La gente en general no lo sabe pero el toro que sale al ruedo nunca ha sido toreado para evitar que, con algo de práctica, se vaya dando cuenta del engaño. Sus cuernos vienen cepillados, limados, acortados en 2 o 3 centímetros, lo que lo vuelve torpe y descachado en la embestida. Viene de la oscuridad –por eso se le llama encierro a los ejemplares que serán sacrificados durante la corrida– la luz los obnubila durante un buen rato, además el toro es sensible al brillo, incluidos los reflejos del traje de luces que, como miniflashes de una cámara fotográfica descontrolada, lo hacen mirar hacia el lado contrario del torero. Además de eso: la ignominia de la tortura.
La tradición navarra decoraba al toro como parte de la preparación que culmina con su sacrificio. Las banderillas clavadas en el morrillo del animal eran consideradas vistosas y la suerte de ponerlas era ovacionada por el público. Lo mismo hoy: de uno a tres pares de puntas de arpón en un palo de madera forrado de cintas de colores alegran la fiesta y animan al toro; es como si en vez de dos tragos de aguardiente, a uno le clavan dos trinches de mazorca en las costillas para hacerlo sentir a gusto y con ganas de quedarse en cualquier agasajo. Acto seguido, con pases de capote, el torero lleva al toro para ser picado, con una lanza ancha, desde un caballo protegido por baberos de cuero. La pica es para humillar al toro, hacerle bajar la cabeza, y hacer que la lidia transcurra de una manera estética y armoniosa, con pases de muleta suaves, haciendo que el animal mantenga la cabeza a ras del suelo con cada invitación del torero. La verdad de la lidia es que los toros que cabecean son unos descastados y los que no se agachan del todo son faltos de garbo: lo que tiene un sentido práctico, cualquiera de las dos situaciones es peligrosa para el torero.
Cuando se escucha el famoso “ole” por parte del público es porque el toro, en total sometimiento, se ha prestado al engaño. Por último la estocada, que puesta entre los omoplatos del toro debe cortar la arteria que irriga su corazón y matarlo en segundos, cosa que no siempre sucede y el animal termina entre tumbos de agonía, muriendo indecorosamente, bufando y botando sangre por la boca mientras el torero desanimado recoge su montera y se retira sin cortar ni oreja, ni rabo. La suerte de matar determina el éxito de la faena. Sale una junta de bueyes y saca el cadáver de la escena del crimen, la sangre es barrida y cubierta de arena para que la víctima siguiente no “se la huela” y descubra, antes de tiempo, lo que realmente sucede en el ruedo. Son seis y hasta siete faenas, torturas y sacrificios iguales en una tarde. Cada cierto tiempo se indulta un toro, pero la gente paga es para verlos morir, bajo el supuesto de que se trata de una dignidad excelsa dar el último suspiro en la plaza y, de paso, colaborar con sumisión a la gloria de su asesino y de la ganadería que lo crío y le dio tan irrepetible oportunidad.
No hay legislación contemporánea que, hoy por hoy, contemple la tortura de un condenado a muerte. En el caso de los seres humanos la cultura ha progresado en ese sentido; la tortura en tiempos de guerra está también proscrita como se evidenció en los señalamientos al ejército norteamericano con los cruentos sucesos de Abu Ghraib. Actividades lúdicas como la caza y la pesca han sido reguladas para aminorar, precisamente, el sufrimiento animal. Parte de la enseñanza primaria está basada en el amor a la naturaleza, en la igualdad entre los habitantes de este planeta sin distingo entre las especies; las nuevas generaciones de niños eco-equilibrados ya no juegan a quitarle las patas a un zancudo, o ver qué reacción tiene un cucarrón sobre la parrilla del barbecue. Cada vez más adolescentes y adultos procuran una relación armoniosa con la naturaleza: escalando, navegando, caminando, respirando o gozando del sexo tras los matorrales. Cada vez más los padres evitan los zoológicos y los acuarios por no tener respuestas claras sobre el cautiverio; sobre todo de animales que se desplazan diariamente por largas extensiones de tierra, aire o agua, como las águilas, los tigres o los salmones. La cantidad de personas que decide no alimentarse de animales va en aumento; los más radicales no comen huevo, tampoco, ni derivados lácteos. Las modelos –y esto es de lo más bonito– prefieren andar por ahí desnudas que ponerse abrigos, zapatos o cualquier accesorio de moda que tenga retazos de chinchilla, caimán, oso o largarto, entre otros.
Somos carnívoros, es cierto, pero hemos abusado de los beneficios que otorga el haber permanecido, desde la prehistoria, en la cima de la pirámide alimenticia. ¡Dios nos libre de que exista, inadvertidamente, un “cocodrilus erectus” o alguna clase de felino o cerdo a la que le dé por pensar, porque hasta ahí llega nuestro reinado! En unos miles de millones de años cuando las corridas se conviertan en ondearle un limpión de colores, en la cara, a un descendiente de nuestra raza, imberbe, cabezón y apenas con un par de dedos, con seguridad ya no nos parecerán tan entretenidas. Ahora, puede que tan dolorosa deshonra no se demore tanto; supongamos que mañana nos invade una raza superior de extraterrestres que también considera culto y súper artístico llevarnos al matadero a punta de chuzones, poniéndonos a dar vueltas como si fuéramos autistas y gritándole consignas emocionadas a nuestros victimarios para animarlos, para avivar la fiesta, para pasar una tarde de domingo entre congéneres que privilegian la supremacía.
Con los toros de lidia sucede lo mismo que con los tiburones, mientras haya gente acomodada que tome la costosísima sopa que se prepara con sus aletas y que, además, considere que hacerlo hace parte de su alcurnia, se seguirán capturando tiburones y devolviéndolos cercenados al mar para ser presa de otros depredadores. Las corridas no son menos masivas si contamos la cantidad de espectadores dispuestos a ver sufrir los toros y pagar por ello, con el agravante de que a la Plaza de Toros –por lo menos a la Santamaría– dejan entrar menores de edad que es lo mismo, si tomamos los parámetros de censura que aplica el cine, que llevarlos a ver una orgía: la misma ansiedad en las entrañas, la misma lidia, la misma trascendencia en la estocada, la misma gritería…
Se entiende que en un país tan violento, hacerle pasar un mal rato a un macho vacuno, no tiene la menor importancia; y menos si terratenientes, hacendados y opulentos de todas las pelambres tienen la oportunidad de lucir sus “foulards” y chaquetas de gamuza; sus esposas de mostrar sus cuellos templados y la magia de la liposucción y la bulimia; y, sus mozas de salir en las fotos con el labio abultado y el bronceado mediterráneo de motel con piscina. Mucho menos aun, si la familia y el gabinete del Presidente de la República tienen acaparados los palcos posando para las revistas sociales y compartiendo comentarios taurinos sacados de memoria de los escritos de Antonio Caballero.
Mientras los tendidos a la sombra sigan siendo un microcosmos de nuestra oligarquía, seguirá habiendo temporadas de toros: como hubo cristianos, y numidios, y etíopes para el coliseo de los patricios romanos; eunucos para los coros florentinos; niñas vírgenes para los altares de Quetzalcoatl; niños engordados para sodomizar por los sacerdotes de Dionisos y, entre una gran multitud de otras barbaries, faenas inolvidables e históricas en que un toro logra, contra toda prevención y augurio, atravesar la arteria femoral de un torero y dejarlo a “las cinco en sombra de la tarde” tendido y muerto sobre la arena.
¡Fiesta a la brava!
Jue, 26/01/2012 - 02:48
La corrida de toros dejó de ser brava hace mucho tiempo; desde que se tomaron medidas para quitarle ventajas al animal y facilitar la labor del matador. La gente en general no lo sabe pero el toro qu