Jrysa, el comercio griego del amor y la mitología

Jue, 24/10/2013 - 08:58
 
Aunque rompimos sus estatuas,
aunque los expulsamos de sus templos,
no
 

Aunque rompimos sus estatuas,

aunque los expulsamos de sus templos,

no por eso murieron del todo los dioses.

Constantino Kavafis

uno

No había conocido a una griega y Jrysa fue la única oportunidad que tuve para saber qué ocultaban entre sus piernas las herederas de Aristóteles y Platón.

dos

Siempre me interesaron los griegos, a pesar del pésimo profesor de literatura que tuve en la universidad. Tenía la mala costumbre de largarse y dejarnos solos en el salón. Nos quedábamos leyendo un roñoso manual escolar de literatura griega, mientras él se iba a farolear o hacer cosas más importantes que enseñarnos a comprender la diferencia entre tragedia y comedia. Pese a ello, me interesé por los trágicos, en especial por Sófocles. Sus mitos, gracias a la psicología moderna, lo que antes fueron historias de reyes en desgracia, se transformaron en complejos, en traumas universales. Edipo, Electra y otros personajes literarios le dieron nombre a extrañas patologías contemporáneas. Enamorarse de la madre, por ejemplo, o del padre, o incluso de uno mismo se convirtió en una experiencia enfermiza. A partir de esa comprensión supe del poder de la literatura sobre la conducta humana. Eso hizo que pensara en mi carácter como un substrato de lo literario: ¿era quijotesco? o ¿narcisista? Me impresionó mucho que Edipo matara a su padre y se acostara con su madre. Lo del padre lo pude entender: fue un accidente. Además, en mi país, matar al padre era una práctica común, algo así como un ritual de iniciación a la vida adulta. Pero lo de tener relaciones sexuales con la madre me pareció francamente repugnante. Pensé en mamá. Jamás se me hubiera ocurrido tener relaciones sexuales con ella aunque hubiera sido la última mujer en el mundo. No solo me hubiera sacado los ojos, sino que me hubiera cortado la lengua, arrancado los testículos e inmolado con fuego.

tres

Conocí a Jrysa en una fiesta un día de verano en Barcelona, más exactamente una tarde junio. Era una griega noble y exuberante, de labios gruesos y piel blanca que, en ese momento, representó para mí la encarnación de una diosa olímpica. Creer que por su sangre corría la sangre de clásicos guerreros y nobles deidades hizo que me excitara la idea de acostarme con ella para darle a mi pene una historia digna y heroica. La imaginaba desnuda como una Afrodita vulgar, de cuca peluda y tetas lecheras como para amamantar a una larga prole de descendientes épicos, que luego tendrían que fundar (o refundar) la patria. Mi imagen de Grecia provenía no solo de la literatura, sino del cine: un país lleno de islas que acumuló a lo largo de los siglos cientos de ruinas que servían como telón de fondo a las fotografías de los turistas. A Jrysa me la presentó Daniel Barba en una fiesta que hizo en su casa. Por esa época, Daniel andaba enamorado de una periodista de la televisión española, depresiva y loca. La mujer, diez años mayor que mi amigo, estaba obsesionada con él. Daniel, al igual que yo, andaba sin un peso en los bolsillos, pero se movía en el ambiente como si nada le faltara. Recuerdo que cuando llegué a la rumba que se realizaba en un piso de Gracia, la gente no cabía en los cuartos ni en los pasillos. Muchos ya estaban borrachos o drogados, botados en el suelo, escuchando música electrónica. Una nube de humo de cigarrillos y porros de hachís contaminaba el ambiente haciéndolo denso. Cuando saludé a Daniel, estaba rodeado de un par de catalanas y de Jrysa con quien, al menos en ese momento, simpaticé.

cuatro

La rumba continuó hasta muy entrada la madrugada. Jrysa y yo habíamos bebido bastante cerveza y nos habíamos fumado un bareto. La noche pasó. Le hablé de lo bacanos que éramos nosotros y le enseñé palabras como chévere y malparido; ella me contó la historia de la Tercera República Helénica y de su presidente Konstandinos Stephanopoulos. Nos ubicamos en un rincón de la cocina para besarnos, yo de pie y ella sentada sobre una pequeña mesa de madera, en la que seguramente Daniel tomaba su cereal todas las mañanas. Estábamos tan próximos el uno del otro, con la cabeza repleta de alcohol y mariguana, que nos dimos besos apresurados y nos magreamos sin que nos importaran los demás. No me di cuenta de en qué momento amaneció. La tomé de la mano y salimos del piso saltando por encima de los torsos de muchachos que dormían en el suelo, borrachos. Cruzamos la sala que parecía una escena de una película de Pasolini: decenas de cuerpos semidesnudos, de hombres y mujeres, abrazados como después de una noche de orgía. Sobre un sofá una pareja continuaba haciendo el amor sin que los alterara nuestra presencia. Acompañé a Jrysa hasta su piso. El aire de la mañana nos despejó un poco la traba y la borrachera. No me dejó entrar, pero quedamos de encontrarnos en la noche para ir a cine. Así que regresé a mi piso. Dormí convencido de que iniciaba una nueva etapa en mis conquistas amorosas.

cinco

De Aquiles a Onassis, los griegos han sabido comerciar con sus héroes y sus mitos. Están tan orgullosos de su pasado, que hasta ahora siempre había sido universal, que olvidan la presencia de otros héroes. Estos nuevos guerreros, probables reencarnaciones de aquellos viejos dioses semidesnudos, provienen de las historietas y la televisión. Esta nueva raza de titanes, surgida en el Nuevo Mundo, va a opacar las hazañas de Ulises. Sin embargo, ¿serán Supermán o Batman lo suficientemente fuertes como para desplazar a estos viejos hombres griegos? Pero el mundo ha cambiado tanto y los pueblos han variado tanto de fe, que si Jesucristo resucitara algún día y apareciera con su barba, su túnica y su voz de pacifista para contarnos su vida, lo consideraríamos loco y descreeríamos de su historia.

seis

Fuimos a cine al Icaria. Jrysa traía puesta una camiseta esqueleto y gafas de sol. Nos saludamos con besos en las mejillas. Estaba seria y eso derrumbó mis ilusiones de poseer a la diosa helénica. Entramos a ver The Full Monty, la historia de seis empleados de una fábrica metalúrgica en Sheffield, Inglaterra, que son despedidos y para conseguir dinero deciden convertirse en strippers. Me reí durante toda la película. De vez en cuando volteaba a mirar a Jrysa que tenía la cabeza apoyada sobre su mano izquierda y sus ojos glaucos fijos en la pantalla, mientras bostezaba de aburrimiento. No me atreví a cogerle la mano por temor al rechazo. El encuentro no era lo que yo había imaginado: una especie de choque de culturas. Se me ocurrió una historia épica: la Grecia antigua y la joven Colombia dan origen a un nuevo mundo, pero recordé a los poetas greco caldenses de mi país y ahí mismo se me quitó la pendejada.

siete

Crecí viendo televisión, reality shows, escuché música popular y sabía que mi cultura, la que fuese en la que hubiera cultivado mis creencias y representaciones, tenía un sustrato que provenía de esa lejana y ajena Grecia de Jrysa y mucho de la mezcla abundante y desordenada de España y América: la religión católica, el malogrado sistema feudal, el diabólico amor a la tierra de los acaudalados ganaderos que aún creían en el mito del señor y el vasallo, la desconfianza de los indígenas, el color de su piel, sus ojos rasgados, su comida y su lengua. Éramos un montón de mestizos. Aún así, odiábamos parecernos a nosotros mismos: los ricos quisieron ser ingleses; los intelectuales, franceses; la clase media, gringa de Miami; y los pobres, ser como los mexicanos.

ocho

Creía que Robert Carlyle era un gran actor. Así que no le hice caso a la actitud inmadura y caprichosa de Jrysa y me reí más fuerte en las escenas en las que abundó el humor negro. Me comporté como un buen salvaje; poco me importó lo que Jrysa, que aparentaba cargar tres mil años de historia encima, pensara de mí, cuando me carcajeé a mandíbula batiente del baile de los seis perdedores británicos, feos y desnudos. Yo, un pobre inmigrante con apenas quinientos años de pasado. Cuando salimos del teatro estaba animado a invitarla una cerveza, pero ella me miró como si fuera Helena de Troya y yo Tersites, esa fea criatura que se atrevió a hablar en un consejo de sabios y bellos guerreros, que en el libro II de la Ilíada Homero describe como patizambo y cojo. Así que noté que esta pequeña Helena de Troya se consumía en su propia antipatía. —¿Te gustó? —me preguntó como alguien que ha perdido su tiempo. —Muchísimo, me pareció divertida —dije sin pensar en las consecuencias, pues aún deseaba saber a qué olía una cuca griega. —A mí no, ¿sabes? —dijo metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón—, a mí me gustan las historias más profundas, que me dejan preguntas. —¿Y esta no te dejó preguntas? —No. —A mí, en cambio, me dejó muchas preguntas —dije mandando la chocha griega al carajo—. Por ejemplo, ¿deberíamos medir el índice de felicidad bruta de una sociedad, en vez de su producto interno bruto, como indicador de progreso? —Esa no es una buena pregunta —dijo—. Soy griega, ¿sabes?, yo necesito filosofar. Como no le pareció filosófica mi pregunta, Jrysa se despidió sin los acostumbrados besos en las mejillas, me dio la espalda y, con sus pies ligeros, abandonó la escena donde se representaba su tragedia y mi comedia, ¿o era al revés?, y me quedé parado en medio de la nada sin saber quién era, qué hacer, ni para dónde ir.

nueve

Me sentí como una especie de mutante: me comporté con la flema de los ingleses para evitar perder la compostura ante la tragedia, me  convertí en alguien semejante a un James Bond, quien luego de una pelea sale con la camisa limpia y como acabada de planchar. Caminé erguido, sin despelucarme, como vestido para asistir a la fiesta de gala donde la reina de Inglaterra; actué luego como un poeta desesperado en una chambre parisina, como un Ribeyro tentado por el fracaso, y lo detesté todo: el amor, el dinero, la familia, al profesor de literatura griega, a Jrysa. Pensé en Nicole Kidman y me propuse escribir sobre ella. Deseé emborracharme escuchando rancheras de Jorge Negrete. Mientras me alejaba hacia ninguna parte, pensé que Jrysa, mi ya lejana Helena de Troya, era fiel a sí misma y a su cultura, ella era griega, ella necesitaba filosofar. Yo, en cambio, me sentí como una especie de bárbaro que solo deseaba poseerla. Desde ese momento perdí mi interés por las griegas y me propuse conquistar a una lánguida y sensible musa alemana.          
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