La Bogotá que no queremos ver

Lun, 23/09/2013 - 09:15
Pensamos que los casos de violación de la dignidad humana suceden por allá lejos: en el Chocó, en Siria o en Kenia. Y claro que si suceden por allá lejos, pero nos equivocamos cuando creemos que n
Pensamos que los casos de violación de la dignidad humana suceden por allá lejos: en el Chocó, en Siria o en Kenia. Y claro que si suceden por allá lejos, pero nos equivocamos cuando creemos que no suceden aquí, en Bogotá. Aunque muchas veces no lo veamos, la ciudad está llena de historias donde día a día se repite un ciclo de violación de derechos humanos. Si, seguro a un par de cuadras – o inclusive en la misma- de donde usted trabaja, vive o estudia hay un caso que demuestra que el deber ser está muy lejos del ser.  Me bastó salir de la universidad, caminar y hablar para conocer dos personas y una familia que me demostraron que  violación de la dignidad humana en las ciudades, es una realidad de la que muchos no somos consientes. Sharick tiene un poco más de cuatro años y la conozco hace tres. Es la nieta de la señora que me vende los dulces y los chicles justo en frente de la universidad. Seguro Sharick tiene que cumplir un horario mucho más pesado que el de mucho de nosotros: de lunes a viernes, de 8am a 5pm acompaña a su abuela a vender los dulces. Sharick casi siempre está sentada en el andén o en un butaquita, con la cara y la ropa sucia. Cuando  la veo parece estar feliz, y aunque no me habla, me sonríe cuando le preguntó qué cómo está. Para la Corte Constitucional la dignidad humana implica vivir bien, pero Sharick es un claro ejemplo de que muchos menores de edad no viven bien. Claro, a menos que consideremos que una niña de cuatro años vive bien cuando pasa 5 días a la semana en la calle, bajo rayo de sol o bajo la lluvia. Luego de despedirme de Sharick seguí caminando hasta la Plaza de Bolívar, donde conocí a doña Elvira que tiene un poco más de 80 años. Me le acerqué tímidamente y le pregunté qué cómo estaba, ella me respondió con una sonrisa y me dijo que hace mucho tiempo alguien no le hacía esa pregunta. Le sonreí de vuelta y le conté que mi nombre era Nicolás, y que sería todo un gusto conocerla. Inmediatamente supe que se casó cuando tenia 18 años, que nunca tuvo hijos, que su esposo había muerto hace  23 años y que desde ahí se vio obligada a salir a la calle a buscarse la vida. Así es, Doña Elvira hace más de dos décadas, de 7am a 7pm, dedica su vida a pedir dinero en el centro de Bogotá. Era una tarde fría, por lo que fui a comprar dos chocolates bien calientes junto con dos almojábanas. Entre sorbo y sorbo doña Elvira me confesó que le encanta hablar con la gente, pero que casi nunca se le acercaban para hablarle. Me contó que siempre quiso estudiar enfermería pero que por cosas del destino nunca pudo. Doña Elvira, a pesar de una constante y seca tos, está muy bien de salud. Duerme en una habitación compartida que le cuesta $8.000 la noche. Luego de contarme un poco sobre suvida, doña Elvira, diciéndome mijito, me preguntó por mí y por lo que hacía. No le conté mucho, pero le prometí que de vez en vez vendría con dos tazas de chocolate a contarle más cosas. Me despedí y mientras caminaba, concluí que doña Elvira es un ejemplo viviente de que la dignidad humana sólo está en un papel, y que en Colombia muchas personas de la tercera edad no viven como quisieran vivir, ni viven bien, ni viven sin humillaciones. Seguí caminando. A pocas cuadras de San Victorino me encontré con una familia: papá, mamá y dos hijos. Me les acerqué aún con más timidez que con la que me le acerqué a Doña Elvira. No les pregunté qué cómo estaban, era claro por las lagrimas de la señora que esa pregunta sobraba. Me limité a preguntarles que si necesitaban algo. El papá me respondió que unas moneditas serían suficientes para darle de comer a sus hijos. Saqué un par de monedas de mi bolsillo y se las di. El señor me dio las gracias y los cuatro siguieron mirando para abajo, en ningún momento les conocí los ojos. Me puse de cuclillas justo en frente de los cuatro. Me presenté. El señor también se presentó, se llama  Edgardo y me contó que tuvo que salir desde Gamarra por culpa de violencia. Sin muchos detalles y con una voz fría, me explicó que tuvieron que dejar botado todo si quería que sus hijos vivieran. La señora, escuchaba a su esposo y sólo lloraba. Al ver la cara de los niños y la impotencia de los padres se me aguaron los ojos. Hubo un silencio incomodo y entendí que no querían ser molestados, y mucho menos por un extraño. Por lo que me paré, me despedí y con el corazón entre las manos seguí caminando, dejándolos atrás. Sharick, doña Elvira y la familía de Don Edgardo me demostraron que la violación de la dignidad humana es una realidad, que refleja que el ser, en nuestro país, está desgraciadamente muy lejos del deber ser. Me demostraron también que un buen primer paso es es este, reconocer la situación y tomar una posición al respecto, para que en algún momento la brecha entre la realidad y el ideal sea más diminuta. Seguramente hemos normalizado este tipo de situaciones, pasamos al lado de un habitante de la calle, y lo último que pensamos es que hay más de un derecho que se le está viendo vulnerado. Por eso, los invito a que cuando vean a personas como Sharick, como a doña Elvira o como a Don Edgardo,  a hablarles ó al menos a sonreírles para que a ellos nunca se les olvide que son tan humanos como todos nosotros. TW: @Nicolas_M0
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