A: Darleny Isabel Granados, cordobesa adorada.
“La poesía es la única compañera, /acostúmbrate a sus cuchillos, /que es la única”. Raúl naufraga en un sentimiento de frustración comparable a la pérdida de la vida. La suya es el teatro y esta expira por el berrinche de un grupo de asnos desalmados perdidos en las peroratas de Marx. Encuentra consuelo, por oficio de derrota y para alegría de sus fanáticos, en una de las artes más exigentes que pueden sondear los espíritus sensibles: la creación poética. Una rechifla de la comparsa de radicales “mamertos”, que lo acusan de montar obras panfletarias a favor de la línea blanda del partido comunista, destruye sus sueños de continuar representando las adaptaciones que ha realizado a algunas obras de Swift, los poemas de Safo, princesa no oficial de la isla de Lesbos y las ideas de alucinados dramaturgos alemanes como Brecht. La naturaleza de un hombre perceptivo se destruye con la misma rapidez con la que los hijos estúpidos de una revolución fallida abandonan la sala donde un grupo de estudiantes del Externado de Colombia, alcoholizados y enervados por la marihuana, pretenden forjar la nueva historia del teatro colombiano. Regresan a la mente achispada sus parlamentos en el montaje Las Monjas, donde personifica a una religiosa asesina en el entorno de la Revolución haitiana (la primera oficial en las Américas, invadidas durante tres siglos por el funesto lumpen europeo). Recuerda cómo se sintió al final de aquel estreno: indestructible. Sabe que aquel sentir tiene una cintilla que ata cualquier ilusión a un pasado enterrado. Rememora el instante en que decide ser el mejor actor de su generación… La vida enseña que para soñar, primero hay que ser equilibrado, saber qué se pide y en qué proporción; eso para Raúl Gómez Jattin es imposible. Las luces se apagan, la sociedad de histriones y sus acompañantes son sacados de la sala de espectáculos a empellones. En ese momento, rodeado por la oscuridad de una noche sin estrellas, el actor y director se incinera a placer, de esa hoguera alimentada por la frustración se eleva la figura del poeta más importante que ha parido la tierra de los peores asesinos, de Mutis y su clasismo, de un Nobel de literatura con delirios de poder y de los pésimos presidentes. Vaya si Colombia se busca su suerte, piensa este escribidor. “Alguna vez lo vi pasar por esta calle recitando poemas a todo pulmón. Y se notaba que tenía rabia en la voz ese señor, Barrera. Hacía vibrar las paredes cuando cruzaba las cuadras, gritando, maldiciendo; se reía con dolor, te lo juro. La gente se escondía horrorizada cuando aparecía de la nada mostrando sus excentricidades, fauces y ojos bien abiertos. En serio, tenía cara de loco, pero muchos de sus conocidos, entre ellos mi tío Amílcar Solórzano, comentaban que era un caballero a carta cabal que pedía disculpas por las molestias que causaba. Y pensar que en el colegio los profesores no tenían ni idea que ese hombre tosco era uno de los poetas grandes de la costa. Se limitaban a decirnos que no cogiéramos las mañas del drogadicto del pueblo. Bien ignorantes, ¿verdad?”, me cuenta la adorable Granados, Darly, mi amiga, la costeña, cuando en Cereté, su segunda casa (nació en Ayapel), lo vio recorrer hipnotizado cada rincón de aquella ciudad pequeña tocada por el Sinú. Habla y habla Granaditos, rememora anécdotas conocidas y otras vedadas por el instinto de pudor de unos habitantes nostálgicos en la alegría, descubre para mi curiosidad de admirador, los lugares en los que Raúl recogió juicioso, los pasos de su infancia antes de ser atropellado por un bus en Cartagena un mediodía de mayo de mil novecientos noventa y siete. En una heladería en la que nos detenemos a paliar los efectos de la resolana, Darly baja la guardia de guía obsesiva y atiende su celular. Aprovecho el desorden y me desprendo hacia la obviedad del mito de Gómez Jattin: el abuso de drogas, el apelativo injusto de “bardo maldito del caribe”, de maricón declarado, de esquizofrénico genial. “Hoy no estoy para atender sus bobadas”, le digo a mi cerebro. Castigándome el desliz, me zambullo en el interior de la persona, no del personaje. Raúl, según cuentan sus biógrafos, leyó las Mil y Una noches por primera vez a los nueve años y quedó fascinado con los encantos prodigados por millares de “garrapatitas” que susurrándole sonidos diferentes y extraños, le hicieron mover la imaginación. De aquella experiencia quedó un muchachito atrapado en el delicioso sadismo de la literatura. Crece esperando lo mejor, escribiendo, leyendo compulsivamente y dándose licencias para descansar el cuerpo sólo cuando se masturba pensando en algún compañerito inadaptado como él, que con la mirada aterrada le pide a gritos que lo salve de la crueldad de unos condiscípulos que no entienden lo difícil que es no ser uno más. Se encuentra con Cavafis y sus versos contestatarios, entiende a través de la palabra que no es el primero ni el último de los hombres que desea a varones y mujeres por igual, que su amor por Isabel, la compañerita de juegos y vecina ejemplar en la niñez, es simplemente el inicio de mil entuertos que debe aprender a tragarse en seco. “Qué te vas a acordar Isabel / de la rayuela bajo el mamoncillo de tu patio / de las muñecas de trapo que eran nuestros hijos / de la baranda donde llegaban los barcos de La Habana / cargados de…”, le termina diciendo a la esposa del alcalde, su primer amor, cuando cometió la locura de crecer y salírsele de los recuerdos para ser una mujer normal seducida por la seguridad de un rol. La mitología de los sentires me toca el alma anestesiada por el calor. Llegan estertores de lujuria plácida desde el malecón, se escuchan a través de la brisa que refresca a medias, los latidos del bochorno que despedaza con maestría este infierno marcado por la belleza de una selva vívida. Darly, curiosa, interrumpe su conversación con algún aspirante a novio que en Bogotá, le exige no caer ante los influjos viciados de un petimetre como yo, para preguntarme si estoy bien. “No hay lío, Granados”, respondo. La observo mientras hace mil caras que el alegato con el mancebo celoso le producen. Ella bosteza mientras toma, con parsimoniosos sorbos, el jugo de tamarindo que la dueña del negocio le obsequia por maja. Las particularidades de Raúl, el noble Gómez Jattin, aparecen en cada espacio de este lugar marcado por el sepia de las quimeras. Siento su presencia en la milimetría de los espacios, en ciertos rostros, en los silencios. Esos pájaros a quienes dedicó uno de sus libros fundamentales un verano que significó plenitud para él, fluyen en medio de una atmósfera pegajosa que aplasta la materia. Un estado de somnolencia se apodera de mi cuerpo. Los lentes oscuros ocultan mis párpados rendidos, las ojeras que produjeron la fiesta de fandango y ron de la noche anterior. Todo se vuelve gelatinoso, pero de repente algo, una insinuación áspera, terminante, me devuelve al mundo de los vivos: “No soy malvado Trato de enamorarte / Intento ser sincero con lo enfermo que estoy / y entrar en el maleficio de tu cuerpo / como un río que teme al mar pero siempre muere en él”. “Cuanta verdad, cuanta crueldad contra uno mismo, cuanto deseo de no ser el protagonista que se desbarranca en los hervores de una pasión demoniaca”, manifiesta la que sin duda, es el alma en pena de Raúl. Camina frente a mi mirada cortada por la resaca. A diferencia del concepto elaborado por los idiotas de las casas editoriales, aparece como un niño triste a quien se le ha perdido su pelota favorita. En la fuente de sodas nadie parece percatarse del milagro que el “guayabo” le regala a mi ofuscación. Me levanto de un salto. Recatado, trato de ocultar que estoy en llamas, asustado hasta la médula. Darleny, extrañada, vuelve a preguntarme cómo me siento. Un resquicio de lucidez aparece en mi sesera llena de bruma y me indica que debo callar. ”Suficiente con la figura metafísica de un loco en este pueblo”, pienso en tono conciliador. Vuelvo a sentarme sin responderle a mi guía, quien me comenta en su jerga caribe que acaba de mandar al carajo al “rolo” cansón ese que la quiere controlar antes de ganarse ese derecho. Sonrío por simpatía, por solidaridad; en este momento lo que busco transita uncido a las respiraciones tranquilas de quienes toman la siesta. En la noche los familiares de Granados me invitan a acabar con las botellas que sobraron de la noche anterior. A diferencia de otras regiones de la costa los habitantes de Cereté son recatados en sus expresiones, reposados anfitriones. El ron fluye y el sudor de cachaco es el único remedio efectivo para detener temporalmente una borrachera que amenaza con llegar derribando las estanterías de mi cordura. En plena charla, Iván, el sobrino adolescente de Darly me escupe una pregunta que siento como una bofetada a la lógica que terco defiendo: “Oye, Barrera. ¿Todavía no se te ha aparecido la monja asesina? A todos los que vienen a preguntar por él se les manifiesta de maneras extrañas, les cuenta cosas, los deja locos, pana. De buenas tú…”, remata jactancioso, como si supiera que en la tarde que acaba de pasar la maldición se volvió hechizo consumado. Me excuso un instante y arranco para el solar de la casa a llamar a Doña Teresa. La promesa de volver es un hecho, la fiesta es apoteósica. En el trayecto, Granados me arrincona contra una pila de agua y me pregunta irónica: “¿Me vas a decir que lo de la heladería fue un espasmo propio de la resaca?… Confiesa, cachaco cobarde... Se te presentó, ¿cierto?”. La miro con ternura y ganas de pellizcarle un cachete para que sienta dolor. La idea abandona inmediatamente mi corazón, su ternura rebaza cualquier incomodidad. Le hago una caricia en la mejilla y le digo que a diferencia de tanto ceretano y ayapelense, la razón no me juega malas pasadas después de una farra. No evita sonreír. Toma mi mano y cuenta ilusionada que hizo las paces con el celoso troglodita que le daño el fresquito a medio día y que en la madrugada regresará a Bogotá. Mutismo, eso y sólo eso me produce la noticia. Me quedo sin compañera de viaje. En la mañana acompaño a Darleny hasta la terminal de autobuses. Precavida, me deja cinco hojas de cuaderno llenas de mapas, indicaciones y nombres de las personas que debo visitar en lo que resta de mi estancia. “Los poetas amor mío / son unos hombres horribles / unos monstruos de soledad / evítalos siempre comenzando por mí”, recita en medio de un ataque de risa. Sabe que es el verso que más me gusta de Gómez Jattin y me quiere dejar como regalo la ansiedad de un posible encuentro con la monja asesina que se levantó de las cenizas para meterse de cabeza en una hoguera purificadora atiborrada de imágenes. Camino por la estación tratando de abrir el apetito y espantar el calor. En un parador pido una cerveza fría; la intoxicación etílica pide medidas tan radicales como deliciosas. El dependiente, un hombre gordo, rojo, sudoroso y con cara de pocos amigos, me dice sin anestesia cuando coloca la cerveza sobre la barra: “Una monja barbada acaba de decirme que dejes de pensar maricadas, que le permitas descansar. Que los cachacos no son buenos amigos de nadie y que tú eres un pendejo. ¿Tremenda niña con la que estabas y te la vives pensando en un fantasma que nunca se murió?... Mandas cáscara, huevón”, remata en medio de una mueca forzada que asumí como una sonrisa. Poemas recomendados de Raúl:- Lola Jattin
- Los poetas-Amor mío-
- Qué te vas a acordar Isabel
- El amor brujo
- De lo que soy
- Me defiendo
- Un probable Constantino Cavafis a los 19