Ya hace algunos meses Marianne Ponsford, en sus afortunadas editoriales de la revistas Arcadia, se quejaba de los escritores actuales. Auspiciada por una pregunta de Daniel Kalder (“¿dónde están los escritores que se han atrevido a matar?”) argüía que éstos no matan sino que se la pasan de festival en festival y no en guerras como en antaño, restando su experiencia literaria. Al mes de que de saliera la editorial, Héctor Abad Faciolince le respondió a Ponsford dedicándole una de sus columnas en El Espectador. Faciolince decía haberse sentido tristemente aludido, pues él mismo se la pasaba de conferencia en conferencia promocionando sus libros. Ridiculizaba un poco la postura de Ponsford dramatizado el hecho de que él mismo nunca había matado a nadie y que ni siquiera, se lamentaba, había robado algún libro. Faciolince terminaba su columna amenazando, esperemos que en chiste, de que para ser considerado un escritor mucho más serio se robaría, en la próxima comida que ofreciera Ponsford, aquella primera edición de “Un poeta en Nueva York” que ella tenía en casa.
Faciolince, como muchos columnistas en este país, leen a convencida y argumentan mal. Como es obvio, Ponsford había usado el expresión “escritores que matan” no literalmente sino como una analogía de vivir esa “dura suciedad de la vida real” que él mismo había citado. Esta suciedad que se ejemplifica, cómo no, con la guerra y con lo que ésta implica. Faciolince olvidaba, ridículamente, que su novela El olvido que seremos, ya best seller en Colombia y en España, se nutre, y en gran medida su éxito se debe a ello, a que él mismo se basó de sus propias experiencias como victima del implacable conflicto colombiano. Y es que cualquiera que estudie la historia de la literatura se dará cuenta de que Ponsford tiene razón, no hasta llegar al extremo de que todo buen escritor tuvo que haber terminado manco como Cervantes, pero sí es cierto que gran parte del canon occidental tuvo parte de inspiración en conflictos armados (comenzando por la “Ilíada” y continuando con “El Quijote”, para no ir más lejos). Así esto le duela a la mayoría de escritores contemporáneos (no sólo colombianos, ni más ni menos) que literalmente saltan de feria en feria y de festival literario en festival literario. Y que escriben sus obras, como si fueran estrellas de rock, en las noches que si acaso les quedan libres en sus hoteles de paso. No pocos se preguntan, y con toda razón, si a eso se debe las escasas obras maestras que se han concebido en los últimos veinte o treinta años (desde que comenzó, literalmente este afán mediático por parte de los escritores, el mass market).
Pero qué es lo que hay en las guerras que permite la creación o consolidación de obras maestras. Esto es verdad de perogrullo, pero verdad y hay que recordarla sin clemencia. La guerra, y entre más atroz más eficaz, deja un marca en el que la vive que permea lo más profundo de sus creencias. Esto implica, como es obvio, el ver las cosas de manera diferente creando visiones del mundo únicas que se ven reflejadas en sus obras. Da, también, la noción y certeza de que los finales felices no existen, de que la tragedia es el nudo de un buen relato. Comprende el escritor que se ha visto envuelto en ella, matando o viendo matar, hasta dónde puede llegar la naturaleza humana, sus más bajos fondos y las justificaciones que esto tiene. El buen escritor puede plasmar lo vivido y borrará, con creces, al escritor que tenga buena técnica pero que no tenga mucho que decir porque poco ha vivido, sino conferencias y ferias del libro.
Para la muestra un botón, así no sea literario. La fotógrafa Claire Felicie, en su serie de fotos “Marked” (foto que acompaña esta entrada), se preocupó por plasmar el cambio que se sufre en el campo de batalla. Fotografió a soldados antes, durante y después de la guerra. Fíjese el lector que los cambios no son muchos, se nota que fueron tomadas en menos de dos años. La foto del medio, la que se tomó durante la guerra, tiene algunos marcas del combate. La intemperie que ha mellado en el soldado, quien tiene una tez mucho más oscura, la nariz quemada y el pelo alborozado y sucio. La primer y tercer foto son las dos más parecidas. Si el lector mira más fotos de la serie, verá de nuevo el mismo patrón. El soldado una vez ha vuelto de guerra se vuelve a hacer el mismo corte y posa de manera muy similar. Incluso trata de copiar la sonrisa anterior. Sin embargo, el buen observador se dará cuenta que no todo es igual y apreciará un cambio en la mirada e incluso en la misma sonrisa. El soldado ha cambiado, se le nota más maduro, más duro, más rudo. Se nota que ha vivido cosas horribles que él preferirá no contar sino quedarse en silencio esbozando aquella sonrisa dura y enigmática. Es la guerra que lo ha cambiado, como cambió a Cervantes, como cambió a Tolstoi y como cambió a Hemingway.
Pero es cierto, no hay que exagerar, que no todos tienen que coger el fusil e irse al monte, como aclaraba la misma Ponsford. Pero cada uno tiene sus propia guerra, guerras pequeñas e igual de trascendentales. Tragedias personales que se adquieren viviendo y no yendo de festival en festival (o tal vez sí, pero los temas literarios se acabarían con rapidez). Tragedias como las que buscó Doctor Pasavento, memorable personaje de la literatura contemporánea, que casando de tanta conferencia probó a desaparecer y hacerse pasar, incluso, hasta por el mismo y perdido Thomas Pynchon.