Me he ido acostumbrando

Vie, 20/07/2012 - 12:25
Hasta mis 9 años viví en el centro de Cúcuta en un barrio que se llama El Contento pero que todos conocían como La antesala al infierno.
A escasas dos cuadras de mi casa pululaban los expendios d
Hasta mis 9 años viví en el centro de Cúcuta en un barrio que se llama El Contento pero que todos conocían como La antesala al infierno. A escasas dos cuadras de mi casa pululaban los expendios de droga. En un bar que no distaba 100 metros de nuestra puerta, llamado Caballo Loco, vivían muchas putas cuyos únicos clientes eran los adictos que subían hasta la calle 14 buscando su dosis diaria. Todos los días, mis primos y yo, veíamos putas y adictos paseándose por el frente de nuestras narices. Recuerdo un día en que, estando sentados al frente de nuestra casa, pasaron dos camionetas y le gritaron a mi tío, el abogado, que se entrara cuanto antes. Él nos agarró como pudo y nos tiró adentro de la casa. Menos de dos minutos después, empezaron a sonar los tiros. Murieron un par de adictos y una prostituta. Tiempo después mi tío me diría que los que le gritaron aquella vez eran agentes del F2. Las tejas de barro de nuestra casa no duraban mucho. Sobre ellas corrían a diario los ladrones que huían quizás de sus propios demonios, porque la Policía jamás asomaba por aquel sector. La única seguridad de la que gozábamos era la que nos brindaban las armas que había en la casa. Mi tío tenía, mi abuelo Renato tenía, el esposo de mi tía tenía, mi papá tenía y así…jamás los vi utilizarlas contra alguien, pero saber que estaban ahí nos permitía dormir medianamente tranquilos. Una vez cumplí los 9 años, en 1993, mi mamá, mi papá y yo, nos fuimos a vivir a un barrio que se llama Torcoroma, en la parte alta de Cúcuta. En este nuevo lugar las cosas estuvieron bien hasta 1999. Fue entonces cuando aparecieron los paramilitares y, con listas en mano, sembraron el terror en todos los hogares de aquel barrio estrato 3. En una de esas listas apareció el nombre de mi medio hermano, al cual le dediqué una columna hace un par de días. El toque de queda se hizo presente, el miedo se apoderó de todo el mundo y los muertos empezaron a aparecer botados en un inmenso lote vacío contiguo a nuestra casa. Varios de mis vecinos, adictos, cayeron en las famosas ‘limpiezas sociales’ que los ‘paras’ implementaron en el barrio. Después del 2000 me fui de Cúcuta y solo volví 9 años después. Encontré lo mismo, gente con miedo, muertos por doquier, paramilitares que ahora se hacen llamar ‘bacrim’, extorsiones a granel y una sociedad llena de ‘traquetos’, que con sus millones mal habidos, se hacen llamar doctores o pasan por gente de bien. Esta historia de violencia, que muchos de ustedes han repetido en sus ciudades, fue solo para decirles que, aunque yo mismo me escandalice con lo que voy a decir, me he ido acostumbrando a no sentir dolor con el sufrimiento de quien está a mi lado. Me he ido acostumbrando a que los muertos sean cifras; que los secuestrados no me importen y que la guerrilla sea algo más de la identidad colombiana. Vivir en un país que se desangra a diario, me ha cubierto el corazón con la coraza de la indiferencia, esa misma que parecieran tener los que dicen gobernarnos, ocupados en la conquista de sus intereses y olvidados del pueblo que los eligió. La diferencia entre ellos y yo es que no gano millones, no tengo poder y mis decisiones solo me perjudican a mí.
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