Pequeña crónica de mi jornada electoral

Mar, 11/03/2014 - 09:59
Colombia acaba de vivir una jornada electoral para renovar el legislativo. Lo de renovar es un decir porque volverán los que nunca se han ido, pero en fin, tampoco es cuestión ahora de entrar en dis
Colombia acaba de vivir una jornada electoral para renovar el legislativo. Lo de renovar es un decir porque volverán los que nunca se han ido, pero en fin, tampoco es cuestión ahora de entrar en disquisiciones semánticas. Sabemos que hay un padre de la patria que lleva cuarenta años en el Congreso y a la vista de su reelección también esta vez, la secretaría de la cámara debe haber previsto mortaja de caballero templario porque el señor no está dispuesto a abandonar su escaño ni a salir de la sede legislativa más que con los pies por delante. Pero bueno, los electores cumplen con el trámite de pasar por las urnas cada cuatro años y avalar con su voto este ejercicio democrático. Yo, que ya anuncié aquí que votaría en blanco, me arrepiento. Y verán por qué. Estaba mi colegio electoral en una localidad a las afueras de Medellín y acudí temprano a depositar mi voto de protesta contra la clase política, después de lo cual decidí darme un paseo por el parque principal que a media mañana presentaba una agitación y efervescencia -además de la habitual de cada domingo- redoblada  por la cita con las urnas que tenía la parroquia. Por cierto, se trata de una localidad en cuya iglesia principal se venera un Ecce Homo de afamadas cualidades taumatúrgicas, y cuya imagen es paseada en andas en días de Semana Santa que es cuando el personal acude a agradecer los prodigios del año precedente e implorar para el que viene. Bien, pues pensaba yo, después de haber cumplido con mi deber ciudadano, en que ya pronto se vería por aquellas calles a penitentes y devotos que tanta fama han dado a este pueblo, cuando un barullo y alboroto en una esquina me apartó de aquellas reflexiones. Como el tumulto ocurría frente a la sede de un partido, el Liberal por más señas, me dije: “Aquí hay debate ideológico”. Y no. Llegaba una lechona a repartir entre  aquellos que estuvieran dispuestos a votar por el partido de Simón Gaviria. “¡Vaya hombre –pensé–, no haberlo sabido antes!” Cuatro fornidos gañanes de piel curtida en campos de labranza llevan en parihuela sin paño de pureza, a la vista del personal que era la manera más eficaz de reafirmar las convicciones políticas, aquel animal horneado que en vida debió pesar como mínimo siete arrobas. A los campesinos, recién llegados de las veredas cercanas, vestidos con sus mejores galas de domingo, se les hacía la boca agua al paso de aquella basculante marrana oronda y risueña en las alturas; y yo, que a aquella hora –¡que era además la del  aperitivo!–, no pude menos que lamentar el desperdicio de mi voto. En lugar de votar en blanco habría podido contribuir a hacer patria como suele hacer la mayoría de los votantes y al tiempo degustar las delicias de la comida criolla, que es una forma de las más auténticas y tradicionales de iluminar el prisma de las ideas, la reflexión y el análisis por parte de las agrupaciones políticas en todas las jornadas electorales colombianas.
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