¿Quién nos explica?

Lun, 03/02/2020 - 04:46
Tengo una amiga que quiere ser culta, pero llega a casa cansada, sin ánimos para otra cosa que no sea encender la tele y narcotizarse con el menú de Netflix. Me cuenta que mientras las imágenes pen
Tengo una amiga que quiere ser culta, pero llega a casa cansada, sin ánimos para otra cosa que no sea encender la tele y narcotizarse con el menú de Netflix. Me cuenta que mientras las imágenes penetran su ánimo como los mensajes de WhatsApp sus fosas nasales, imagina otra vida en la que lee libros de los que toma apuntes. Me escribe constantemente para decirme que ha oído hablar de un sabio que no tiene internet e intenta imaginar su existencia. Lo ve deambulando filosóficamente por su casa, atento a todos y cada uno de los estímulos de la realidad. Dice que en ocasiones, desconecta su módem e imita esa vida superior a la suya. Por ejemplo, va a la cocina, coge un yogur de la nevera, y se lo toma intentando establecer una reflexión sobre la fecha de caducidad. Le parece bien que impriman esa información en la tapa. Constituye un síntoma de países avanzados. ¿Pero será aquel pensamiento sobre la fecha de caducidad una reflexión filosófica? Me pregunta, no lo sé, respondo. Un día, fui por ella a su oficina, de regreso entramos en una librería. Una vez superado el miedo a que nos tomaran por unos intrusos, tomamos un volumen de filosofía al azar y leímos una página de la que no entendimos nada. Esto deber ser sabiduría, me dijo, así que compramos el libro, nos fuimos a casa con él y nos pusimos a leerlo en el sofá, frente al televisor mudo.  A la media hora, nos encontrábamos agotados. Aunque el libro estaba escrito en nuestro propio idioma, tenía multitud de palabras que no comprendíamos. Tras decidir que al día siguiente nos compraríamos un diccionario, cerramos el volumen y encendimos la tele, por cuya pantalla empezaron a discurrir en seguida infinidad de series y películas narcotizantes. Colocamos las piernas sobre la mesa y nos dejamos invadir por el dulce mal. ¿Cuál quieres ver?, preguntó. La que tú quieras, respondí. Una vez invadidos, observamos el volumen cerrado y tuvimos una revelación: el libro, aun cuando no lo entendiéramos, era la vida, mientras que la televisión, a la que entendíamos, era la muerte, así que nos levantamos, arrancamos el aparato de la estantería y la tiramos por la ventana. Luego empezamos a leer despacio aquellas páginas, moviendo la lengua dentro de nuestras bocas, sin entender nada. Y cuanto menos entendíamos, más sabios éramos. ¿Quién nos explica?
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