
Mis hijos, sus hijos, nuestros hijos merecen vivir de manera distinta a como vivieron mis papás, sus papás, nuestros papás. Ellos no me perdonarían fallar.
Estuve hace unos días en Ciudad del Vaticano y, por casualidades de la vida, tuve un tropiezo inesperado con el ex presidente Uribe. Destaco y admiro su dedicación por lo que hace y su vocación de servicio. ¿Qué la embarró? Sí, en muchas cosas. ¿Qué debió haber actuado distinto en ciertas situaciones? Sí, también es verdad. Pero que mucho de lo positivo de lo que hoy vive Colombia, incluido el hecho de que las FARC se hayan sentado a negociar, se lo debemos a su trabajo, también es verdad.
Lo saludé y hablamos un rato sobre mis estudios universitarios y otros temas. Al concluir el encuentro, salí pensando en la situación de mi país y del proceso de paz. Es cierto que he sido apático muchas veces, especialmente al inicio de las conversaciones y cuando los fanatismos empezaban a aflorar. Pero he ido cambiando de parecer con el paso del tiempo a medida que han avanzado los acuerdos. Distinto a los lagartos políticos que se acomodan al árbol con más sombra, mi convicción es objetiva y estudiada. Pensé en lo que dice Uribe y su partido; en lo que dice el gobierno, la FARC, los grupos sociales y el conglomerado de las víctimas. Y, para no alargarme mucho en cuestiones irrelevantes, concluí que mis hijos no me perdonarían el dejar pasar la oportunidad de firmar la posibilidad de terminar un conflicto que ha afectado a personas de mi edad, de la edad de mis papás, de la edad de mis abuelos pero que, al final de todo, tienen un común denominador: personas de mi país.
Me di en la tarea de documentarme más sobre los acuerdos alcanzados. Y, aunque no son perfectos - nunca llegaran a serlo -, reconocí en ellos la oportunidad tangible y real que tenemos para terminar, de una vez por todas, que nos levantemos oyendo que asesinaron a Juan, que incendiaron la casa de Pedro o que tomaron como rehén a Mario. Acá la cuestión deja de ser un tema de a quién creerle y pasa a convertirse en una decisión de qué quiero para mi futuro.
Me niego a que mis hijos vivan lo que vivieron mis papás. Tuve la inmensa fortuna de nacer alejado, aunque no ajeno, de las muertes y los actos bélicos entre enemigos de una misma nación. Los veía por televisión y creo que somos nosotros, los que pudimos ver el tema desde la barrera, somos quienes tenemos una responsabilidad enorme con quienes vivieron en carne propia la faena.
Acá el tema no es que votaré "si" porque me compraron el voto o porque me ofrecieron un puesto. Acá todo radica en que mi voto afirmativo se desliga de un interés nacional más fuerte, alejado de cualquier fanatismo político, completamente fuera de la mermelada y de la venta de mi conciencia. Mi decisión, como espero que sea la de todos los jóvenes, es libre, espontánea y documentada. Es una decisión pensada en mis hijos, en mi futuro y en mi país.
Como joven colombiano, creo que nos llegó la hora de sentar un precedente y optar por terminar lo que en sesenta años no se ha logrado por vía alguna, demostrándole al mundo que, mientras en Niza un loco mata a varias personas, mientras Bruselas sufre un atentado en uno de sus puntos más custodiados, Colombia demuestra que ya vivió eso y que nunca más quiere que se repita. Qué se me hace un nudo en la garganta pensar en la impunidad para Timochenko y sus secuaces es cierto; pero, aunque me duela, mis hijos sabrán, de voz propia, que efectivamente le di una oportunidad de ver algo distinto para ellos, algo que, seguro, será mejor que las muertes y las tragedias. No será fácil, pero si tranquilizante.
Alejado del típico discurso de "escoger entre la paz o la guerra", o de aquel que profesa que "es escoger entre Santos o Uribe", pienso que la decisión recae en el país en el que, como joven, anhelo vivir. Y, distinto a quienes profesan los dos tipos de discursos mencionados, respeto a quienes dicen que prefieren un país distinto y que votarán por el "no". Al fin y al cabo, y alejándome totalmente de discusiones jurídicas como el tema del umbral, eso es democracia en su máxima expresión.
El futuro de mi país lo veo con ojos de optimismo, sin dejarme llevar desbordadamente por la utopía. Creo en que los jóvenes daremos una muestra de que estamos listos para tomar las riendas de nuestro país, ese que nos ha dado todo. Es a nosotros a quienes nos va a tocar lidiar con la decisión que se tome en unas semanas. El juego se acabó hace mucho y lo que viene marcará nuestras vidas de manera directa. Definitivamente, mis hijos no me perdonarían equivocarme.