Tramite militar

Jue, 17/03/2011 - 06:55
Dicen que los años no llegan solos y yo a mis 18 abriles ya podía dar fe de eso: me volví más perezoso, muchas cosas me incomodad, el “importaculismo” se me alborotó, me queda muy poca capac
Dicen que los años no llegan solos y yo a mis 18 abriles ya podía dar fe de eso: me volví más perezoso, muchas cosas me incomodad, el “importaculismo” se me alborotó, me queda muy poca capacidad de asombro, ya no juego futbol como antes y tengo principios de Alzheimer. No conforme con lo anterior, los dieciocho llegan acompañados de aburridores trámites como son la sacada de la cedula y la libreta militar, nada más. Con la cedula no hubo problema alguno: por aquellos días tenía un pie enyesado y al llegar a reclamarla me permitieron pasar de inmediato y evitarme así la horrorosa fila que había en el lugar. A los pocos meses, ya recuperado del pie, me tocó la mítica cita con los señores del ejército para definir mi situación militar. He de confesar que iba algo asustado. ¿A quién no le metieron miedo cuando chiquito? ¿A quién no le dijeron: “vea eso lo meten en un cuarto con un poco de gente, lo empelotan y un doctor le revisa las huevitas”? ¿A quién no, ah, a quién no? A mí me perdonan, pero por más seguro que uno este de su sexualidad, por más orgulloso que uno se sienta de sus partes intimas, eso asusta a cualquiera. -Si se te llega a parar te dan con una regla –no me acuerdo quien me dijo eso, pero me jodió la infancia esa persona. ¿Cómo así que me dan con una regla? No, no, no, el que se mete con mi pequeño confidente, se mete conmigo. Para colmo de males, la noche anterior, al hablar del tema, unos amigos comenzaron a decirme “lanza”, me dieron unos truquitos para sobrevivir en el monte y hasta llegaron a despedirse formalmente de mí. Luego agregaron que las fuerzas militares buscan hombres responsables, con espíritu luchador y que amen profundamente a la patria; ahí me tranquilicé un poco, pues, como algunos lo saben, yo no cumplo con ninguno de esos requerimientos. Al otro día, muy a las 7:30 a.m., llegué y la fila era muy larga, interminable, solo comparable a las de una final de futbol –no sé si los hinchas del Millonarios sepan más o menos como es eso, pero bueno, imagínense una fila bien grande-. Apenas vi lo extenso de la fila me puse a mirar si conocía a alguien que estuviera cerca; y no, menos mal no conocí a nadie: las personas en esa fila tenían pura pinta de ratas. Por un momento pensé que estaban haciendo casting para la segunda parte de ‘Ratatouille’. Fue tan así, que mientras iba al final de la fila me despeiné, me baje un poquito los jeans y seguí caminando con las manos en los bolsillos mientras trataba de imitar ese paso tan particular que tienen los ladrones, también me lamenté por no haber llevado la cadena de la bicicleta, ese elemento hubiera sido un gran recurso para hacerlo pasar como “blin blin” –en el camino pensé en un alambre de púas que me encontré, pero me pareció muy fino para la ocasión-. Volví a echarle un vistazo al entorno y confirmé que efectivamente estaba rodeado de personas indeseables. Mi celular en ese tiempo era un coco viejo que había que poner a cargar cada noche, nunca tuvo tapa y no le entraba la señal en ningún lado. Pero uno nunca sabe, los “amigos de lo ajeno” se pegan de nada y es mejor prevenir; por eso disimuladitamente, como quien no quiere la cosa, saqué el teléfono, lo puse en vibrador y me lo volví a meter en el bolsillo trasero de los jeans, donde lo mantengo siempre –el lugar donde guardo el celular lo digo porque confío en ustedes, porque sé que todos mis lectores son honestos, incluyendo a los hinchas del América-. Todo transcurría sin problema, la fila avanzaba lentamente y los muchachos estos de dudosa pinta –para no llamarlos “ratas”- estaban controladitos por la presencia de los uniformados.  De repente me vibró el celular. Era mi mamá que estaba llamando. No pensaba contestarle porque me daba miedo sacar el celular, pero pudo más el temor a que me quedara gustando las vibraciones en el lugar donde lo tenía y opté por contestar de inmediato. -Hola má. -¿Dónde está? -En las canchas panamericanas, presentándome al ejército, tú lo sabes. -¿Todavía? -¡Claro! Ni siquiera he entrado. -¿Y cómo está eso? -Demoradísimo, aparte estoy rodeado de unos re-gañanes. Yo trataba de hablar despacio y suave, pero en ese momento, cual escena del chavo del 8, todos se quedaron callados y oyeron lo que acababa de decir. Vi mi vida en peligro, sentía las miradas sobre mi cuello y el murmullo entre quienes estaban cerca iba incrementando. Mi reacción fue colgar el teléfono pero simular que seguía hablando. -¿Estás sorda, mamá? –decía en voz alta, casi que gritando- ¿Cuáles gañanes? Yo dije regañones, que estos militares son muy regañones. Eh, a ver si se limpia ver las orejas. Esa fue la frase que me salvó. Claro, como no se bañan, ellos pensaron que también habían oído mal. Media hora después pasó un militar preguntando que quién era hijo único. Yo le levante la mano y él me dijo que lo siguiera junto a los otros que no tuvieron la divina fortuna de tener hermanos. Nos hizo hacer una fila y poco a poco le iba revisando los papeles a cada uno. -¿Y su certificado? –me dijo algo iracundo. -¿Cuál? –le contesté. -El que dice que usted es hijo único. -Ah, ¿es que ya se inventaron un certificado para eso? -Claro, así comprobamos que usted no tiene hermanos. -Pero yo sí tengo. -Entonces, ¿Por qué me dijo que era hijo único? -Pues porque eso me dice mi mamá: que yo soy único. ¿Eso no cuenta? -No sea bobo, no me mame gallo, vuelva donde estaba y no busque que me lo lleve ya para el batallón. Ante semejante amenaza cualquiera hace caso, volví a la fila y me tocó quedarme juicioso. Perdí  la noción del tiempo, la fila avanzaba poco a poco, muy despacio para mi gusto. -A ver, el que sigue –dijo el uniformado que estaba en la puerta. Yo no sabía si era conmigo, o tal vez sí, lo sabía, pero no me lo podía creer. Primero pasé donde estaban tres señoras con un computador cada una. -A ver –dijo la que me atendió. -¿A ver qué? –le respondí -La cedula. La saqué de la billetera pero antes de pasársela dijo que no, que la original no, necesitaba la fotocopia. -Entonces especifique, mi señora, una cosa es la cedula y otra la fotocopia. Parece que no le gustó eso porque de ahí mismo dijo en voz alta: -Por favor, tengan lista la f o t o c o p i a de la cedula Me dio piedra, la muy tonta me estaba regañando así por así. -No señora, no me regañe no sea… malita –le iba a decir que no fuera hijuetantas, pero ya estaba advertido y no pensaba irme al batallón por una vieja malnacida- mire que no nos habían dicho que teníamos que tener la fotocopia lista. Vea, aquí está la mía. La vieja la cogió, escribió un código y me mandó donde un Mayor, que de mayor no tenía nada: el hombre era bien chiquito. Parecía de mentira. Él me recibió los otros papeles, me preguntó toda mi vida, qué hacía, dónde estudiaba, qué estudiaba, cómo se llaman mis familiares, mis no familiares, los familiares de él. Todo me lo preguntó. Hasta le dije que tenía un blog, le pasé el link y ojala lo esté leyendo. Si es así, Mayor, que pena, no es que usted sea chiquito, tal vez yo soy muy alto, o sus huesos se encogieron, eso suele pasar. Al final me dio el recibo con el monto que tenía que pagar, eso hice y más o menos al mes ya tenía mi libreta, provisional pero libreta al fin y al cabo. Era eso o ir todo un año a aguantarme quien sabe qué cosas por allá en el monte.
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