Ni una sola lágrima derramaron mis ojos aquella mañana en la cual mi hermano me despertó con una noticia que en medio de bostezos, no lograba asimilar. Fueron tantas las veces que mencionaste muy jocosamente, cuando yo me muera no quiero que ninguno me llore, quizás las que me llevaron a despedirte anonadado por un silencio que no desembocó en llanto ni mucho menos en alegría, sino en una compungía de miradas perdidas en donde los recuerdos iban y venían en mi cabeza. Hace ya más de cuatro años vi por primera vez derrumbarse esa fortaleza que tanto admiro de mi padre. Ese día todos los que alguna vez te vimos sonreír, vimos reposar tu cuerpo y sin necesidad de palabras pero sí perturbados de melancolía, te dijimos adiós.
Esas lágrimas que tal vez se reprimieron para no demostrar ese lado débil que tiende a esconderse en público, no tienen excusa cada noche en la cual nadie se percata del sollozo y te lloro en silencio. Inmortales permanecen esas conversaciones en donde además de quedarte dormida y dejarme hablando solo, tú y yo más que una abuela aconsejando a su nieto, fuimos dos amigos que nunca necesitaron enojarse para refirmar el cariño que navegaba en viceversa. Como olvidar esas tortas de pan y esos enyucados que me hacían agua la boca. Esos que hoy evocan la dulzura que emanabas con cada abrazo que me hacía reposar sobre tu regazo, tan cómodo como el de esos peluches gigantes que se dan como muestra de cariño una pareja de novios.
Tú figura de fuertes brazos y gruesas piernas junto con tus esponjosos cachetes, fueron la envidia de las modelos en los cuadros de Botero. El rojo de tus uñas que remataba en tus delgados y finos labios no se hacían a un lado a la hora de premunir de tu feminidad. Te fuiste y sentí que aún quedaban anécdotas por anotar y palabras por decir. Partiste en un vuelo sin regreso a un destino a veces incierto. Cada vez que me veías llegar no había excusa para estar cabizbaja y mucho menos para no saludarte con un beso en la mejilla. Te encantaba mirarme y decirme al instante lo mucho que te recordaba a mi papá, lo idéntico que lucía a él.
Como pasar por alto tus anécdotas de juventud. Aquella en donde tú papá era quien en plena fiesta de barrio se aparecía y junto a tus hermanas te llevaban de vuelta a casa. Las veces en las cuales te cubrías de pies a cabeza con un capuchón para poder salir a escondidas a la plaza del pueblo. Igualmente la historia que me mantuvo intrigado desde pequeño y en la cual tú y Glenys, mi prima, eran las protagonistas. Tú pelabas el coco para el arroz y la pequeña se sentaba junto a ti, te miraba fijamente y lo único que decía era: mami coco, mami coco.
Si la felicidad es un álbum en donde sólo se conservan los momentos de regocijo, ese que existió entre nosotros me confirma que contigo perdurarán remembranzas pero de esas que te hacen cagar de la risa o suspirar pero de la dicha. Fuiste tú quien lavó mis pañales e insistía en cuidar de mí cuando mi madre no lo necesitara. Fuiste tú quien en mi época de rebeldía adolescente me alcahueteaba para andar de fiesta en fiesta con mis amigos. Insistías en afirmar que tu enfermedad no te daría lucidez para verme graduado como bachiller y el tiro te salió por la culata. Cada uno de esos momentos que no quedaron plasmados en fotografías, pasan cuadro por cuadro en mi memoria. Siempre serás mi abuelita, mi querida Lidia y porque así te encantaba mi Mami Coco.
Una abuela de coco
Dom, 13/10/2013 - 10:39
Ni una sola lágrima derramaron mis ojos aquella mañana en la cual mi hermano me despertó con una noticia que en medio de bostezos, no lograba asimilar. Fueron tantas las veces que mencionaste muy j