VOCES OCULTAS EN LOS ESPEJOS

Lun, 17/02/2014 - 01:19
POR: JAVIER BARRERA LUGO
 
Dedicada a Liliana, Alejo y Andrés, mis mejores amigos.
 

POR: JAVIER BARRERA LUGO

 

Dedicada a Liliana, Alejo y Andrés, mis mejores amigos.

 

La verdad tiene el rostro que ansiamos ver. Al igual que los espejos está atada al juego terco de las luces que la tocan. Casi nunca es tácita o entrega detalles relevantes para los ojos que quieren descubrir nada más que lo evidente. Cientos de matices, una frase suelta, lágrimas que sobran o son insuficientes para explicar una situación, determinan la textura de la sustancia que cobijará posibles consecuencias. Puede ser tibia como el abrazo de la mujer desnuda que duerme a tu lado y te ama, o poseer el factor de liberación que prodigan las renuncias decididas en el instante anterior a la muerte de las certidumbres. De cualquier forma la realidad que explota en la cara mientras planeas ese futuro que no existe, garrapatea los pensamientos que comienzan a denunciar lo solo que estas cuando las fuerzas se agotan y te preparas para colocar la cabeza sobre la almohada.   No existe nada más digno y peligroso que la verdad, la que te dices muchas veces al día y es arrullo para la cotidianidad, la que dejas de oír por comodidad  y va agujereándote el espíritu sin que te des cuenta, la que explota en medio del paraíso que con esmero inventaste y se cae a pedazos cuando entiendes que callar lo que a carcajadas denuncia la conciencia, no va a quitarle las sombras al limbo que remendaste  para sentirte mejor. Es la naturaleza humana latiendo rabiosa.   También vive inmersa en los instintos esa verdad que desnuda, la que te muestran las circunstancias aciagas, el mal paso que todos ven menos tú, la seguridad mal entendida, la pequeña dilatación en el cielo azul que demuestra que dios se fue de viaje hace mucho. Verdad, lágrimas, la alegría que desborda cualquier cálculo optimista, voces ocultas en los espejos que de vez en cuando, al aguzar los sentidos, son claras y conservan la frugalidad del perfume de los ángeles que anhelan perder sus alas porque ser hombre es delicioso, porque el pecado, el castigo, la redención,  hacen parte del aprendizaje y eso le da valor al acto mismo de vivir.   Jeyson Linares, el protagonista de este relato que apenas inicia, un muchacho bogotano de veintidós años, flaco, alto, todavía con huellas de acné adolescente pegadas al rostro y sueños que desbordan por mucho el promedio,  puede dar fe de lo certeras que llegan a ser las variantes que dan sustento a las anteriores líneas. Hace dos años, para ser preciso el 18 de noviembre de 2.011 a las seis de la mañana, la armonía de una familia bogotana de clase media, tan parecida a las otras que asusta, se vio truncada. Un hombre de rasgos indígenas vestido de paño y con pinta inconfundible de oficial de la ley, timbró en su casa ubicada en Funza, le entregó a Azucena, su mamá, que preparaba el desayuno y atendió al llamado,   un papel, que después supieron era una orden de captura en contra de su padre. Sin mediar consideraciones o autorización, procedió junto a un piquete de funcionarios del CTI, la policía colombiana y agentes de la DEA actuando como observadores, a aprehender a Guillermo, dueño de una pujante agencia de carga, como presunto responsable de un delito relacionado con tráfico de estupefacientes. En ese momento de confusión, la verdad, como un oso que termina su período de hibernación, salió de la caverna devorando lo que encontró a su paso.   Mi reloj chino, barato, medianamente efectivo, marca las siete y treinta de la mañana de un sábado despejado y frío de noviembre. Jeyson, con una sonrisa pícara, sin atisbos de culpa, me saluda y pide excusas protocolarias por la tardanza: “No Javi, usted si se toma muy a pecho aquello de los encuentros en lugares insólitos. Imagínese, vivo en Funza y usted me cita a las siete de la mañana en el Mirador de los Nevados de Suba; eso sí es tenerse fe, hermano”, me dice con una tranquilidad que acepto porque además de inteligencia, el hombre posee un carisma cuyos alcances lindan en una sana idolatría profesada por quienes lo conocemos. “Virtudes que no se aprenden ni en la mejor universidad”, pienso lleno de cariño por aquel joven al que considero mi amigo. Inicio la conversación con una pertinente salvedad:   -       Viejo Jey, le pedí que nos reuniéramos aquí porque es un lugar emblemático para sus padres. En la entrevista anterior me comentó que ellos se conocieron aquí en Suba y finiquitaron el noviazgo un enero subiendo a este cerro desde el que se ven, con cielo azul y poco esmog,  los nevados del Ruiz, Tolima y Santa Isabel, distinguidos ejemplos de la crueldad tectónica de esta tierra que nos vio nacer… Tanta tragedia y tanta fertilidad por culpa de tres conos llenos de lava. No me niegue que algo lírico tiene el sitio que escogió su viejo para “cuadrarse” a su mamá-expreso. Él, con gesto abochornado, lo confirma para no entrar en discusiones.   Por un par de horas me cuenta cosas íntimas de su vida y la de su familia. Yo retribuyo con total respeto este acto generoso. Empieza mencionándome que su mamá vivió hasta que se casó, en una casa ubicada a dos cuadras de la plaza central de Suba, que su papá, en ese momento un joven Guillermo Linares,  la conoció en una fiesta que unos amigos organizaron para recaudar fondos destinados a financiarse un paseo a Cartagena. “Era hermosa, morena, bajita, tímida, buen cuerpo, una ternura que no le cabía en los ojos y un peinado extrañísimo lleno de bucles y copetes, como todas las mujeres de aquella época”, me cuenta, como si yo estuviese empezando los veinte y no hubiese sido partícipe y víctima en ese tipo de reuniones de “aquella época”. Y continúa: “Mi papá la vio y quedó maravillado. La comenzó a visitar con demasiada frecuencia, cosa que no le gustó mucho a mi abuelo, así que el hombre se pellizcó,  le puso cita en una panadería, la convenció de acompañarlo hasta este mirador, que en esa época era un baldío, y le pidió que fuera su compañera de vida, primero como novia y luego de conseguir lo mínimo para mantenerse, como esposa. Ella aceptó y el resto es historia”. Acaba de decir esto y se deja cobijar por un silencio grato.   La captura se desarrolló en menos de treinta minutos. Tres indicaciones, gritos aislados, rostros endurecidos por la adrenalina, armas apuntando hacia los techos, comprobación de registros dactilares y una sutileza artificial que quemaba, evidenciaron el accionar de la tropa. Guillermo, un hombre de corazón honesto, sabiendo porqué lo buscaban, se entregó sin resistencia. Sólo el llanto de Tatiana, la niña tierna,  la hijita estudiante de bachillerato, quien salía de bañarse cuando se iniciaron los hechos que narro, hizo que la familia reaccionara. “Antes de que lo subieran al carro comenzamos a decirles a quienes se lo llevaban que era inocente… Mamá trató de detenernos a Jhoan,  mi hermano, miembro de las fuerzas armadas que estaba de permiso y a mí. Era tanta nuestra confusión que decidimos lanzamos a patear el carro en que se lo llevaban. Los colombianos, con una frialdad propia de quienes siguen órdenes a ciegas, nos dijeron que él sabía porque estaban pasando las cosas. Busqué sus ojos y me estrellé con una mirada que no esperaba. Llenos de lágrimas lo confirmaron todo. Papá, mi “parcero” adorado, nos dejaba, sin quererlo, solos. Un mareo, la debilidad repentina de las piernas, un frío para ser específico, me hizo perder el equilibrio y caer sobre el andén. La caravana arrancó. Desde la camioneta que los escoltaba, placas azules, vidrios polarizados medio abiertos,  un gringo me miró y pareció sonreír”. Estuvieron paralizados mirando al infinito un buen tiempo. Atónitos, trataban de entender lo que sucedió. La sensación que cargaba el ambiente era la de estar sumergidos en una pesadilla donde la impotencia le ganaba todos los espacios al miedo. Era gaseosa, tamizaba el color sepia que caracteriza la hilera de evasiones que prodiga el inconsciente.  Un nuevo ataque de llanto de Tatiana los hizo poner los pies en la tierra. Sobre la mesa, en una hoja que Guillermo alcanzó a recomendar a Jhoan, estaban escritos los datos de un conocido que les ayudaría a tomar decisiones pertinentes para empezar a paliar la emergencia. Como es obvio, las llamadas de alerta a los tíos, primos, amigos, funcionarios de la agencia, al abogado que con celeridad consiguió el hombre cuyo teléfono aparecía en el trozo de papel anaranjado, se hicieron sin dilación.   -Imagínese, hermano. Llamamos a todos, a todos les contamos lo que sucedió. La movilización fue inmediata. Acompañados de unos tíos salimos a buscar a mi papá, quien en una llamada nos confirmó que estaba en un búnker del aeropuerto de CATAM, de allí lo trasladarían, al final de la mañana, hasta la sede de la DIJIN en el centro. Un “carrerón” ni el hijuemadre tratando de hallar a mi “parcero”. Como a eso de las tres de la tarde, cuando sin ganas decidimos comernos una empanada, me acordé que no había llamado a Camila. Con todo lo que había pasado se me olvidó avisarle.     -¿Y quién carachas es Camila?-pregunto con honesta curiosidad.     -Es la mujer de mi vida. Una muchachita a la que le debo algo más que el amor que le tengo. Una niña leal que nunca me dejó morir, que quiere a mi familia, que se portó como mi mujer sin tener obligación… Un angelito. Pero por el momento dejémosla tranquila. Le acabo de contar la historia y después me centro en la protagonista de otra que está suspendida y por vivirse…Por lo menos, eso quiero.     -¿Y por qué esperar hasta el final? El amor es la fuerza que mueve al mundo y esta historia necesita un giro así. Cuente hombre-digo jocoso para que abra ese espacio sorpresivo de su relato.   -Acuérdese que la impaciencia es su virtud y su perdición, Javi. Todo a su debido tiempo-. Con estas palabras intenta cerrar el boquete que un descuido de su corazón permitió agrandar.     El matrimonio fue la excusa perfecta para continuar desarrollando un cariño que desde el principio fue honesto. Azucena, la bella chica por la que Guillermo sintió una pasión desmedida para un hombre hermanado con la alegría, consiguió lo que los consejos severos de una madre cariñosa no pudieron hacer: llevar un barco adiestrado en el peligro a la seguridad del puerto. “A él le gustaba la francachela, tomarse sus aguardientes, ser amigo de todo el mundo, pero desde que decidimos casarnos se volvió mucho más juicioso. Yo quería una fiesta sencilla, bonita, nada de lujos innecesarios. Invitamos a la familia y los amigos más cercanos. Nos casamos en la parroquia San Francisco de Sales de Ciudad Jardín del Norte, un barrio cercano a Suba. Los padrinos fueron Rubén, mi cuñado y mi tía Anabel”. La mirada de Azucena parece  proyectarse hasta  ese momento importante de sus vidas. Un reflejo la hace llevar su pulgar derecho hasta la sortija que guarda el dedo corazón de la mano contraria. Continua con el relato: “La reunión estuvo bonita, mucha comida, mucho licor, mucha paz. Pese a que todo el mundo quería brindar con nosotros para desearnos suerte, Guillermo se abstuvo de tomar, me dijo con su tonito de “niño bueno” que ese día yo era su reina y estaría pendiente de mí. “Quiero recordar, todo lo que pase hoy, linda, ya tendrás tiempo de lidiarme las borracheras cariñositas”, me susurró al oído y remató la promesa con un beso delicado que me hizo sentir el centro del universo.   El amor siguió su curso. Mucho trabajo por parte de Guillermo, trasnochadas, lavadas por culpa del invierno bogotano, calor exagerado en junio y diciembre acompañando los aforos, turnos que parecían eternos en una agencia de aduanas propiedad de un conocido que le brindó trabajo sin pensarlo, bonos navideños y primas que se iban a la cuenta de ahorros destinada a cubrir la cuota inicial de su primera casa. Para ella la labor diaria estaba centrada en los quehaceres domésticos, las visitas a los suegros y padres que empezaban a coronar la tercera edad,  clases de modistería que el esposo insistió en que tomara. “Siempre me decía que era importante que aprendiera algún oficio, porque el mundo daba muchas vueltas y no sabíamos que sorpresita nos podía dar. Desde que pasó lo que pasó comencé a entender que la vida nos va avisando lo que vendrá y hay que estar atento”. Las lágrimas se desprenden  de esos inmensos ojos color café que sin quererlo, denuncian que en su corazón el dolor y la fe sostienen una batalla descarnada desde hace veinticuatro meses.   La casa, las benditas ilusiones que tomaron forma y se volvieron hechos cumplidos, los estudios nocturnos en un instituto de educación técnica,  el nuevo estatus de empleador correcto, inteligente y confiable, de dueño de su propia empresa, las responsabilidades mayores, los amigos buenos, los no tan buenos, los “viernes culturales”, los paseos frecuentes a la costa y los llanos orientales, el rumor de bohemia habitual, el horror de los silencios en medio del barullo que regala la cotidianidad,  los problemas que traen los días para no aburrirnos, la dignidad de la vida focalizada en logros, comenzaron a llegar y hacerse patentes, al igual que sus secuelas. En un lapso de siete años nacieron Jhoan, Jeyson y terminó la lista Tatiana, la consentida. El soporte adecuado a una relación de respeto que fluía según las circunstancias, lo dio el tesón de la lucha diaria. “Luego comenzaron los excesos, los carros, los lujos a los que no estábamos acostumbrados, los secretos, sobre todo eso, muchos secretos y acciones que no se explicaban. No sé si por comodidad o lealtad decidí no volver a hacer preguntas incómodas. Todos agradecimos volteando la cara, nos quedamos callados, confiábamos en Guillermo”. Me dice Azucena en medio de lágrimas. Es la última vez que hablo con ella de este tema que le tiene el alma remendada pero entera. Es una mujer noble y fuerte que ama a su familia, yo sólo un escribidor impertinente que por más que lo intenta no puede dimensionar el tamaño del padecimiento que el azar le impuso a una dama honesta.   -A mi papá lo trasladaron de una para la Picota, al patio quince, el de los extraditables. Fue una bofetada. Somos conscientes del error, pero él no era el jefe de la organización, simplemente permitió que se realizaran algunos movimientos dentro de la agencia de carga y algunas aerolíneas. Todo operativo, nada de transacciones, de contactos, de logística criminal. Un eslabón de la cadena que por obra y gracia de un testimonio mentiroso, terminó siendo el chivo expiatorio que un juez en Estados Unidos sacrificó como si fuese el peor de los criminales. Una infamia en un país, el nuestro, donde la justicia práctica se hace a la medida y la necesidad de quien la pueda pagar”.   La intervención de Jeyson me hiela la sangre. No habla con rabia, para decir la verdad no es necesario armar aspavientos. Pese a su corta edad cronológica entiende a la perfección las dinámicas de un país donde el absurdo parece ser el condimento esencial de un carnaval macabro llamado realidad. Defiende a Guillermo, el hombre que ayudó a darle la vida, no lo que hizo; tampoco lo juzga. De eso se trata la lealtad. Un sentimiento que supera el amor fraterno, las lógicas de la conducta social, es el escenario de un cambio de roles en el que un joven se convierte por obra y gracia del destino en el padre comprensivo de su padre.   Los ojos se le llenan de niebla, intuyo que quiere llorar pero no lo hace. “El mundo es de quienes guardan la esperanza de un futuro menos complicado”, parece decirme su mirada que trata de perderse en la dudosa perfección de Suba vista desde uno de sus cerros emblemáticos. Quiero darle un abrazo de apoyo. Esa idea ridícula, afortunadamente, se queda guardada bajo llave en mi cajón de excentricidades. No siento pena por él y no quiero que lo piense. Él, su familia, su padre, son los mártires sin sombra de una sociedad que reclama carne para las piras que los santurrones del norte encienden buscando negar que su imperio de mentiras, su bandera de moralismo, se lavan con miles de existencias echadas a perder a lo largo del planeta. No puedo ser inferior al compromiso de entender sin compadecerlo, su sinceridad merece todo mi respeto.   El tiempo pasó veloz. Lo invito a almorzar en un restaurante de delicias del pacífico a espaldas de la alcaldía. Sonríe y por arte de transformación vuelve a ser el hombre apacible que siempre será. Mientras salimos del mirador, en silencio absoluto, una verdad cruel se apodera de mi cerebro saturado de detalles: Los hombres buenos no tienen derecho a equivocarse. Son calificados con vehemencia, sus razones suelen ser mancilladas por los prejuicios de quienes calificamos con ligereza actos cuya motivación desconocemos, porque es preferible un señalamiento cómodo que tiña de honestidad nuestra cobardía, a una realidad que aplaste huesos. Como jueces somos invulnerables, pero no estamos exentos a que alguna apetencia mal encaminada nos fuerce a jugarnos el pellejo ante los caprichos de la diosa fortuna. Mi eterna lucha entre culpas y redenciones le pone fin a este párrafo. Algo de verdad queda plasmado en él y eso me tranquiliza.   -Tras un año de reclusión en la Picota,  la Corte Suprema de Justicia falló en contra de mi papá. Fue extraditado una mañana de diciembre de  dos mil doce. Una penitenciaría en Tampa se volvió el nuevo infierno. Nos dieron cinco minutos para despedirnos. Todos lloramos, nos abrazamos, la sensación de impotencia volvió a aparecer. Salió en un avión de la DEA con catorce personas más. Volvimos a saber de él ocho días después cuando nos pudo llamar. Las vainas jodidas que pasan, Javi. De Colombia salió pesando setenta y ocho kilos, dos meses después, encerrado todo el tiempo,  porque únicamente tenía derecho a una hora de sol en un patio interior cada semana, terminó con sólo sesenta y tres kilos pegados a los huesos. Una vulgaridad, inhumano. Muy jodida la vaina para el “parcerito”, solo, sin amigos, sin saber el idioma, enfrentado a la segregación, porque según nos contó, las cárceles están llenas de guetos. Los negros, los latinos, los blancos y los chinos están en guerra, al que dé “papaya” lo joden.  Gracias a Dios, mi viejo ha contado con suerte y de un susto no ha pasado la cosa- me cuenta con una tranquilidad que sobrecoge mis instintos.   Lo que dice no es falso. Las fotos que me muestra de Guillermo son reveladoras. A sus cuarenta y dos años, mientras estaba en Colombia, se le notaba repuesto, tranquilo en cierta forma, con ligero sobrepeso. Las dádivas entregadas a los guardias del INPEC para que dejaran entrar de contrabando comida, dulces de leche, sus preferidos, y otra suerte de vituallas, parecieron surtir efecto para aplacar las interminables horas de encierro. Pero en la prisión de Tampa, a la que llegó para ser enterrado en una celda de dos metros de largo por uno y medio de ancho las cosas fueron a otro precio. Su rostro luce demacrado,  aunque los ojos mantienen el fuego y eso ayuda. La comunicación se restringió a estrictos horarios, compra de tarjetas prepago financiadas por la familia desde Bogotá, correo electrónico una vez a la semana, muchos pensamientos y deseos que aún no pueden rebasar el concreto de los muros.   La familia solicitó visas para ir a visitarlo por lo menos una vez; las peticiones fueron negadas sin atenuantes. Nuevamente quedaron sin piso. Se retrasaron indefinidamente las bendiciones ofrecidas por el reencuentro, la entrevista testificada por algún guardián con documentos recién obtenidos debe pasar por el martirio del “de pronto en…”. Un nuevo motivo para sentirse ligado al dolor emergió del océano del pesimismo, pero también lograron llegar hasta la luz unas vigorizadas ganas de no sucumbir ante lo inevitable. “Si nos caemos aquí, si perdemos el ánimo, mi papá no va a lograr mantener la fortaleza que le ayuda a resistir”, manifiesta Jeyson con decisión. Parece que los dioses no desamparan a quienes actúan en amor.   Afortunadamente, para ellos desde la distancia, y para Guillermo allá en Florida, se les apareció la Señora Miriam Patricia Valencia en el camino. Mujer dinámica,  arrojada y leal a sus principios, desde hace años colabora con el consulado colombiano en Orlando. Su misión, humanitaria, vital, desinteresada y por eso mismo desconocida, es estar pendiente de los nacionales que purgan condenas en el territorio del estado. Hace puente entre familias, visita a los hombres y mujeres que se pasan la vida viendo barrotes y obligándose a pensar en cosas más halagüeñas. Apoya material y espiritualmente, contacta, tramita recursos, asesoría legal,  escucha a unos seres que temen al olvido más que al desgaste del cuerpo producido por la precariedad. “Por ella es que un poco de tranquilidad entra a muchos hogares, incluido el mío”, me dice agradecido. Para él es claro que en el mundo todavía hay gente decente como Miriam Patricia, un alma por la que vale la pena salvar el paraíso.   “Lo más chistoso es que a las familias de los grandes capos, los “dueños del balón” que se entregan, o son detenidos,  la embajada en Bogotá les da papeles y se trasladan a vivir a ciudades cercanas a las prisiones donde están recluidos sus seres queridos. Mientras tanto, mi padre tendrá que estar doce años en absoluta soledad… Nos entristece, pero mantenemos la ilusión de verlo antes, sea por una rebaja de pena o porque logremos obtener el permiso para ir a los Estados Unidos. No es un anhelo tonto, la vida nos ha enseñado que los milagros se logran con esfuerzo, visualizando, llorando mucho, así se vencen los corazones duros: por físico cansancio”. Jeyson es un hombre práctico y sensible, estas palabras demuestran la entereza con la que afronta la situación. Un muchacho, que según el cliché de una sociedad sorda debería estar en fiestas, conquistando niñas, disfrutando la vida, tuvo que aprender a reconstruir. Eso es lo más valioso que deja esta crónica, el valor de una familia por enmendar una situación que no generaron y cuyas consecuencias aún lanzan coletazos de ira, de perdón, de voluntad.   La conversación está por finalizar. Mi amigo debe ir al aeropuerto a trabajar. Le manifiesto la modorra que me produciría la idea de tener que emplear el descanso del sábado en un trabajo que nadie agradece sinceramente. Le recuerdo que un cuerpo perezoso como el mío acata al contrario las órdenes recibidas de una siquis obligada a hacer algo que no disfruta. Sonríe. Si algo tiene claro es que este tipo de actividades se hacen por deber, por ganarse el pan,  no por placer; esa ha sido la regla inamovible  durante los últimos años. Después de la captura del Guillermo, el estado de bienestar de la familia se vio afectado. El costo del servicio de defensa legal hizo que tuvieran que vender sus propiedades. Se olvidaron los carros, las motos, la oficina en un bonito sector de la ciudad, los placeres de fin de semana, las idas al cine, el mercado comprado en reconocidos establecimientos, las cosas obtenidas con mucho sacrificio.   Y sacrificios han tenido que afrontar desde que el padre fue privado de la libertad. Jeyson tuvo que dejar en tercer semestre los estudios de Ingeniería Industrial en la Universidad Católica de Bogotá, para entrar a trabajar en una agencia de carga aérea en la que por la remuneración mínima legal y algún dinero por horas extra, puede aportar a la manutención del hogar.  Azucena, se dedica a unir patrones de camisas y uniformes en su casa con una máquina de coser industrial (lo que aprendió en una época más boyante). Satélite se llama esta modalidad de tercerización del trabajo de confección que garantiza el sustento de las necesidades primarias sin derecho a seguridad social u otro beneficio que por ley el monstruo neoliberal le quitó a los trabajadores en aras de hacernos una “nación competitiva”.  Sacrificio, ese es el nombre que le colocan los hechos al pago por algo que se disfrutó o se desea disfrutar con los cinco sentidos.   Sacrificio. La cuota inicial de los sueños que se vuelven a apilar con cuidado, para no destruirlos o para que no terminen arruinando la índole de sus potenciales amos. La familia Linares Bonilla, su esencia luchadora evidenciada por Jeyson, es una prueba fehaciente de que hasta las peores tragedias tienen algo de poesía. Pudiendo contentarse con tomar asiento, llorar, con ir a mendigar un poco de comprensión o en un escenario cómodo, victimizarse y hacerle llevar la carga del oprobio solamente al padre, optaron por plantarle cara a la vida, perdonarse y decirse a ellos mismos que los hombres valiosos son aquellos que no bajan los brazos, los que se pelean las oportunidades, quienes se toman el sufrimiento como una eventualidad, no como el camino único por recorrer.   Reconstrucción, ese es el mandato, levantarse, hacer posible la esperanza, volver a delirar, alentarse como acto de rebeldía. El “parcero” está a la espera de una revisión de su sentencia a doce años de prisión; mientras, se actualiza en normatividad aduanera, escribe, visualiza al igual que los suyos el día en el que ya no tengan que pedir permiso para sentirse bien.   Antes de que tome el bus, con un reclamo de amigo, le recuerdo que me deja trunca la historia de Camila, la novia. El rubor es matizado con una carcajada que precede el desenlace de esta historia que aseguro tendrá un capítulo especial más adelante.   -Otra cosa que me quitaron los problemas: Camila. Como le conté ella ha sido un soporte fundamental en esta situación. Alguna vez estuve tentado a pedirle que se casara conmigo. De verdad la quiero mucho, es especial, una mujer hermosa, un ser increíble.  Está un poco loca y eso es lo que más me gusta de ella. Para mi desgracia, semanas después de la extradición de mi “parcero”, tuvo que irse para Villavicencio a vivir con el papá. Qué drama hermano, que sufrimiento tan “verraco”, una despedida tras otra y todas a la fuerza… ¡Qué mierda!  De verdad que es “jarto” actuar por que toca y no porque uno quiere. Nunca me cansé de besarla, sabe. Hablamos seguido, nos perdemos en los recuerdos y en las nubes que uno alimenta imaginándose el futuro. Quiero mucho a Camilita, por eso le hago una promesa, respetado escritor: si la nenita me acepta como novio otra vez, se dan las cosas y de allí surge una propuesta de matrimonio, le juro que usted no será mi padrino… Le ahorré la nevera de regalo, viejo, y a Camila una calavera de padrino bien tacaño-me dice en medio de una carcajada que lo resume todo. Aquel muchachito carismático que se burla de mí, es de esos “bacanes” que uno no debe desaprovechar.   Camino hasta mi casa. No tengo afán, Teresa está visitando a una de sus incontables amigas y no debe haber llegado.  La viscosidad del aire, su mortal densidad, parecen arrullar mis neuronas. En cada rostro veo la indolencia de los inocentes, aquellos cuyo pecado es la desinformación, la ignorancia, el simple conformismo otorgado por el placer de tener que existir según el criterio de otros. Las voces ocultas en los espejos son enérgicas, brutales, no dejan espacio a la duda. La esperanza, el gran hallazgo de este experimento de creación,  tiene la virtud de no revisar los actos anteriores, es presente, futuro, sus ojos son grandes y están adaptados para mirar cada punto del espectro. Los sueños no se negocian ni tienen precio.   Esta historia no termina aquí. Debo saber qué pasará con Guillermo, cómo manifestará  la alegría Azucena cuando se reencuentren, cuántas cicatrices permanecerán o se harán niebla cuando el “parcero” regrese a Colombia, cuántos nietos lo aguardarán, qué proyectos estarán en marcha. ¿Volverán a ser novios Jeyson y Camila? ¿Se obligarán a escribir una historia bonita y a no hacerme su padrino de bodas por codicioso? Sólo el tiempo tiene las respuestas y si nada raro se interpone, las estaré esperando.   Vuelvo a la realidad. Saco un cigarrillo de la chaqueta, el primero de un día largo repleto de emociones y amistad sincera. No hallo la hora de darle el primer sorbo a una cervecita bien fría en la cantina del viejito Santafé. Me la merezco. Terminé estrellándome fuerte con una realidad que muchos desconocen, que clava sus garras en el lomo de una sociedad contaminada por la mediocridad. Claro que me la merezco, así el pago sea aguantarme al “cucho” recalcándome que el día en que Santa Fe y Millonarios jueguen bien dos partidos seguidos, yo seré un buen escritor… Cosas imposibles, como canta Cerati, el ídolo dormido de Andrés y Diana.    

**   Todos los derechos reservados Javier Barrera Lugo 2.013

           
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