20 días sin celular

Dom, 18/09/2016 - 07:05

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“El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios

no convierte esos vicios en virtudes”.

Erich Fromm

Sin proponérmelo, así de sorpresa me llegó y en un lugar de vacaciones en donde la posible substitución se aseveró prácticamente imposible. Decir que fue mi fuerza de voluntad la que logró alcanzar tal abstinencia sería vanagloria, en todo caso laurel inmerecido: 20 días sin celular. Los primeros días me sentí desamparado, pensé en las muchas noticias que me estaba perdiendo de mis amigos, de los muchos acontecimientos de los que no participaría, de las alegrías y penas que no compartiría, de las tantas citas que me pondrían y a las que no tendría ocasión de acudir o siquiera de rechazar, de las consultas que me harían y que no podría honorar, de los acontecimientos, enfermedades –y hasta, quién sabe, decesos– de mis conocidos que ignoraría. 20 días después nada de esto ocurrió, y las noticias buenas o malas de mi contexto personal no sucedieron, y que de haber existido, dada mi lejanía, no podría de todos modos participar. Con mi ausencia de la red el mundo siguió su rumbo de banalidades, de vida corriente, de preocupaciones innecesarias que en nada se hubiesen alterado con mi conocimiento de ellas o con mis insípidas acotaciones sociales. Tal ha sido el vicio y la adicción al aparatejo de marras que ya una salida a la calle por un par de horas sin él se constituye en altos grados de ansiedad, el mundo se derrumba, la soledad absoluta asedia y la incomunicación parece instalarse con visos de desesperación. Un análisis real y pausado deja entender que tales razones son insensatas, como mínimo inexactas. Las llamadas de voz que nos llegan son cada vez más escasas, por no decir que pasan días sin que estas ocurran, como no sean las de los aburridos Calls Centers ofreciendo su sartal de productos comerciales, o cobrando cuentas que ya han sido pagadas. En mi caso personal, en general, reservo el sistema de voz a mi madre para saludarla, acompañarla en su vejez, animarla y tratar de disminuirle sus consuetudinarios achaques, no obstante, estas llamadas pueden esperarse para la caída del día, desde casa, y sin que sea apremiante el efectuarlas durante una salida callejera. Los que sí me son frecuentes, frecuentísimos son los mensajes de Whatsapp y de algunas redes sociales que acostumbro. En su inmensa mayoría, son contados los mensajes que tiene algún mediano interés, casi siempre, comienzan por “Hola”, “Cómo estás”, “En dónde estás”, “Qué haces” y otras tantas naderías portadoras de pérdida de tiempo, pero que dejan la sensación de lo mucho que estamos rodeados, de la mucha amistad que nos procuran estas redes. Habrá de hacerse la innecesaria aclaración que muchos de estos interlocutores son personas que apenas si se han frecuentado personalmente o peor aún ni siquiera se conocen, se trata en buena mayoría de “amistades” virtuales. Creo no ser original en este actuar; es el común vivir de los “conectados” de la tan comunicativa época moderna que nos correspondió. Es como si nuestra extrema necesidad de comunicarnos, de tener relaciones que nos escuchen, que lean nuestras ideas y lamentos nos impeliera a ese desaforado y vacuo diálogo que poco aporta y que en nada termina. No denigro de este nuevo medio de comunicación que el avance tecnológico nos puso en manos y que nos generó necesidades insospechadas en sólo pocos años, que convirtió en vacantes nuestra horas de lectura y en inútil la charla personal amistosa o familiar, que transformó en divertimento fácil cualquier otra actividad de compartimiento real, que substituyó el contacto real y redujo la comunicación personal a frases sencillas, sin mayor sentimiento, carentes de contenido y hasta de ortografía. Y, de paso, creó empresas que viven millonariamente de esto. No hay algo que desconcentre más en la labor diaria, en la lectura de un buen libro, en la escritura para quienes gastamos nuestros días en esta actividad, que las interrupciones de los mensajes de las redes sociales que con alta frecuencia nos perturban. Reitero, no descalifico el uso de la comunicación celular, pero sí recapacito sobre la utilidad de su uso con tan grandísima frecuencia. ¿Hay verdadera necesidad de ello? No lo sé con certeza; sospecho fuertemente que no. Sociólogos, antropólogos, psicólogos y otros xxxógos sabrán darnos respuestas, esperemos, a estas cavilaciones. Y las soluciones a tal asedio comunicativo son, sin embargo, relativamente fáciles y de lógica palmaria, pero poco acudimos a ellas por más intuitivas que nos sean. Estas van desde la radicalidad de eliminar la interacción con las redes sociales, hasta las más llevaderas que consisten en apagar el díscolo aparato por un par de horas, o ponerlo en silencio, o confinarlo durante algún tiempo, ese que necesita nuestra concentración, a una pieza contigua. ¿Somos capaces? Peliagudo, la enfermedad está bien avanzada, la nueva manía adictiva está demasiado enraizada, los inventores de estos medios bien asesorados por los genios del mercadeo nos han hábilmente amaestrado a drogarnos; tal vez ya necesitemos sesiones terapéuticas en donde un psicólogo nos explique el porqué de tan exagerado apego, el porqué de la negativa en abandonar este estilo ficticio de vida. Mea culpa. Mea culpa. A colación lo leído recientemente y que transcribo con aquiescencia: “Los más vulnerables a esta adicción, son las personas jóvenes, quienes desean tener siempre la última versión tecnológica y lograr mejorar su status y autoestima, por lo que no pueden tener ratos de silencio o de soledad que les permitan pensar, hacer tareas cotidianas, dedicar un tiempo a la lectura o simplemente hacer otras actividades”. Pero, ¿es cierto que esta manía compulsiva ataca sólo a los más jóvenes? En cuanto a mí, puedo dar fe que sobreviví 20 días sin celular, que nada catastrófico me ocurrió, que pude comunicarme con mi madre por las líneas telefónicas clásicas, que logré enterarme de la noticias importantes del mundo por los medios tradicionales y que, claro, ahora gozo de un nuevo celular, en el que no quise poner mi magra billetera al servicio de las empresas que producen eficientísimos y veloces –e innecesarios en mi caso– aparatos a cambio de esfuerzos monetarios insensatos. Asimismo, he dejado de utilizar Facebook –descubrimiento importante: también sin él se pude vivir–; Twitter en el que voluntariamente nunca me he iniciado permanecerá sin mi adicción (perdón, adhesión); Snapchat e Instagram permanecerán también sin mi cuenta. Si algún día he de alterar estos prudentes propósitos, me deseo que sea con moderación, que las exageraciones del pasado no sobrevengan. Hay mucho por leer en papel, mucha gente a quien hablar personalmente, muchas miradas, gestos y guiños por expresar en real a mis congéneres.
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