Es un hecho: el código natural obliga al imperio del más fuerte. Pero en el caso de la especie humana, industrializada y urbanizada, la absurda puesta en práctica del principio, confundió imperar para subsistir con imperar para arrasar a su propia especie, a los demás seres vivos, a su hábitat.
El comportamiento de los animales y de los grupos humanos primitivos es sabio: solo toman lo que necesitan de la naturaleza. Permiten la recreación del ciclo vital. Nunca la agotan. No acaban con ella.
Así las cosas, a medida que transcurre en su historia el ser vivo dotado de raciocinio, ha ido poniendo su superioridad en entredicho. A tal punto que hoy a pesar del deterioro del planeta y del sistema climático, producto de su acción extractiva sobre los recursos naturales no renovables, aún pretende sostener su modelo de desarrollo, renuente a las leyes de la naturaleza.
En la puesta en práctica de la mercantilización como supremo valor y en la resistencia a renunciar a él, radica la fuente de los males que hoy nos acercan como nunca a una extinción generalizada. En cumbres mundiales sobre crisis económicas y desarrollo sostenible, como las recientes G20 y Río+20, se comprueba la miopía de unos cuantos poderosos al insistir suicidamente en la prevalencia del derecho humano a la libre empresa sobre el resto de derechos. Mientras unos insisten en enfrentar austeridad vs. crecimiento, los otros redundan en no comprometerse con metas serias. Todos, eso sí, sin tocar un pelo del modelo económico antinatural que se tragó al mundo.
En los tiempos que corren, el abuso de ese derecho (el de la libre empresa) carga a sus espaldas no solo con el grave daño causado a la naturaleza sino con el debilitamiento de la democracia. Cada vez más se les cierra a las comunidades del mundo la posibilidad de participar en las decisiones económicas, esas que determinan la calidad de su existencia y la de su hábitat. Cuerpos legislativos y gobiernos hacen el simulacro de cumplir con su papel ocupándose de decisiones públicas necesarias pero subsidiarias. Las económicas cruciales las toman y las imponen los grandes abusadores mundiales de la libre empresa.
Obliga ser renuente a creer que se trate de un típico caso de árboles que no dejan ver el bosque (aún quedan bosques. No en la cantidad debida, pero quedan). La noción más elemental debe dictarles que, de seguir así, por más utilidades que acumulen, para ellos tampoco quedará planeta.
En este desbarajuste de principios, las grandes universidades del mundo se contentan con formar líderes que desde los cargos de dirección en los cinco continentes, no tienen problema en sumarse a la causa depredadora. A estos prestigiosos centros educativos solo les importa reinar, así ese reinado implique dejar a un lado su deber de velar por una adecuada aplicación del conocimiento. Máxime cuando de esta aplicación depende el agotamiento de la tierra. En el contexto colombiano, y por simple ilustración, estudiantes de último semestre de ingeniería ambiental, mecánica y civil, de la Universidad de Los Andes, me contaron que ellos no veían Ética (¡!).
Aquí no hay vuelta de hoja. El ya escaso margen de maniobra dicta que debemos obligarnos a cumplir lo que podríamos llamar los derechos de la naturaleza, poniendo por debajo suyo los derechos humanos. La cosa es en serio. Eso implica transformar radicalmente nuestros hábitos de consumo. Eso implica olvidarnos del capricho de conquistar los mercados mundiales. Eso implica redimensionar la concepción de lo que sustancialmente se necesita para vivir. Eso implica hacer algo que nunca hemos hecho: tomarnos en serio el control demográfico. Toca recuperar el principio de vida de la aldea. Insistir en la conquista del mundo no es más que la reafirmación de la dificultad del hombre para aceptar su real dimensión y su temporalidad. En eso se ha ido la historia de nuestra especie. El asunto es que para ese logro nunca alcanzado, y nunca alcanzable, siempre ha arrasado. Fue lo que hicieron contradictorios admirados como Alejandro Magno y Napoleón. Solo que los líderes grises de ahora no quieren cargarse sino al planeta.
Contra natura
Lun, 25/06/2012 - 01:01
Es un hecho: el código natural obliga al imperio del más fuerte. Pero en el caso de la especie humana, industrializada y urbanizada, la absurda puesta en práctica del principio, confundió imperar