Todo empezó con un mensaje a mi correo electrónico, enviado por una amiga muy querida y bastante confiable, quien me ofrecía por internet un programa gratuito para convertir mis fotos en caricaturas. De inmediato, accedí al programa, abrí tan generosa oferta y me dispuse a recibir mis nuevas imágenes transformadas, creativas, ¡sin tener que pagar un solo peso! ¡No podía creer tanta belleza!
De hecho, el programa, en forma automática, me solicitó el acceso a la información personal y, como yo supuse que eso era apenas obvio para que pudiera sacar mis fotografías y hacer la milagrosa transformación deseada, le di la autorización, lejos de imaginar que ahí comenzaba mi tragedia. Que lo ha sido en verdad, hasta el sol de hoy.
Ese fue mi gran error, claro está. Y lo supe minutos más tarde, cuando entré a Facebook, donde la citada amiga del cuento nos advertía en su muro que no abriéramos el tal programa de las caricaturas por ser nada más y nada menos que un virus, de la que ella misma acababa de ser víctima. ¿También yo -me pregunté, angustiado- caí en la trampa?
Al principio, nada extraño pasó. Pocos días después, sin embargo, recibí la llamada telefónica de una empresa, donde la secretaria me preguntaba sorprendida por la carta que al parecer le acababa de enviar desde mi correo personal, pidiéndoles una gruesa suma de dinero para salir de algún problema que estafa dizque enfrentando en Estados Unidos, ¡país en el que había extraviado mis documentos antes de regresar a Colombia!
“¡No! ¡Nada de esto es cierto!”, le respondí alarmado, sin saber qué ocurría. “Es posible -me dijo, acaso por intuición femenina- que le hayan hackeado su cuenta, señor Sierra”. En aquel momento no sabía qué camino coger, ni a quién recurrir, pues mis conocimientos sobre las modernas tecnologías de la información son tan profundos como los que poseo sobre energía nuclear, microbiología y teoría de la relatividad.
Para resumir, llamadas como la anterior se repitieron una y otra vez, sobre todo de mi familia; al poco tiempo de transmitirse dichas cartas apócrifas, mi correo personal desapareció, saliendo en pantalla sólo unos signos árabes -¡signos árabes!- cuando ingresaba mi clave para entrar, y comprendí por fin que alguien estaba haciéndose pasar por mí en un intento de estafa a mis contactos en correos electrónicos y a mis amigos en redes sociales como Facebook. ¡Era el acabose!, mejor dicho.
Un experto en sistemas, gracias a Dios, logró descubrir, tres concluir su descanso del fin de semana, qué había sucedido, según me explicó mientras yo hacía esfuerzos sobrehumanos por entenderle: con el señuelo de las caricaturas, alguna red de ladrones informáticos, disponiendo de la información personal que les entregué sin saberlo, bloquearon mi correo y crearon otro casi idéntico (con apenas una letra de diferencia entre ellos, a todas luces imperceptible) desde donde enviaban la carta en cuestión a mis contactos, pidiendo dinero para sacarme del supuesto apuro en que me encontraba.
La carta, además –me decía el experto, con pruebas a la vista-, era remitida desde diferentes sitios del planeta, algunos de ellos tan distantes como el lejano Oriente o África, y no había cómo bloquear su correo, ni tampoco servía solicitarle a la empresa responsable (Gmail y Hotmail, por ejemplo) que lo hiciera porque miles de casos así se presentan a diario en el mundo, sin que nada se pueda hacer. ¡Los cibernautas, pues, estamos a merced de los criminales!
Y, lo que es peor -concluyó su diagnóstico, tras rescatar milagrosamente mi correo original (del que desaparecieron, para colmo de males, todos los mensajes anteriores, enviados y recibidos, seguramente por ser la información que los delincuentes necesitan para sus fechorías)-, ¡ellos van detrás de los registros electrónicos en las operaciones con tarjetas de crédito para efectuar sus compras con ellas y dejarlo a uno completamente endeudado!
De inmediato, consulté los extractos respectivos, donde en buena hora la situación era normal, y debí cambiar las claves de seguridad por recomendación de las mismas entidades financieras, cuyos funcionarios me aseguraban que tales situaciones son comunes y se presentan cada vez con más regularidad. ¿Por qué, entonces, nadie dice nada al respecto?
Mi computador, cuando lo abro, todavía me anuncia que una extensión (de caricaturas, por cierto) ha sido eliminada, para que yo acepte esa operación (?), al tiempo que en varios muros de mis amigos en Facebook suelo ver, a mi nombre, la oferta del programa que en realidad es un virus del que todos, sin excepción, debemos cuidarnos. ¡Mucho cuidado!
¡Cuidado con las redes sociales!
Lun, 15/08/2016 - 15:27
Todo empezó con un mensaje a mi correo electrónico, enviado por una amiga muy querida y bastante confiable, quien me ofrecía por internet un programa gratuito para convertir mis fotos en caricatura
