De la paz y otros demonios

Mié, 23/10/2013 - 06:55
El asunto de la paz cada día demuestra que no es de poca monta. Y que si alguien pensó que eso era como soplar y hacer botellas pues estará hoy dándose contra las paredes de la cruda realidad. En
El asunto de la paz cada día demuestra que no es de poca monta. Y que si alguien pensó que eso era como soplar y hacer botellas pues estará hoy dándose contra las paredes de la cruda realidad. En primer lugar porque pensar en sentarse a negociar con un contrario al que no se reconoce como un legítimo contradictor tiene sus bemoles. La verdad monda y lironda es que no hay nadie desde el establecimiento que reconozca a las FARC o al ELN con la generosidad que reclama el discurso de la otredad, tan justo y necesario a la hora de imaginarse un escenario de convivencia o de conciliación. Las primeras lecciones que se enseñan en cualquier seminario de convivencia social es que hay que aprender a reconocer al otro como un legítimo otro, que hay que saber que las ideas contrarias son tan válidas como las propias y que tenemos que empezar por respetar al otro en su diferencia. Eso en la perspectiva de Humberto Maturana significa comprender que en este mundo cabemos todos como condición única para poder coexistir pacíficamente, para que podamos convivir con el otro. Reconocer al otro implica aceptar con humildad que se ha desconocido, que se ha negado o se ha excluido y ese puede ser el comienzo de cualquier reconciliación. El gobierno dio un primer paso al otorgarle en la práctica una especie de estatus de beligerancia a las FARC. Así no haya sido explícito, solo de esa manera se legitimaba ante la sociedad civil la negociación con quienes hasta hacía unos pocos meses eran vistos como unos terroristas, bandidos, fascinerosos y no sabemos cuántos descalificativos militaristas y derechistas más se pueden recoger en las frases de expresidentes, ministros, exministros de defensa, generales, exgenerales, en fin, de todos aquellos que de una u otra manera han estado del otro lado de la barricada frente a la subversión armada. Pero una cosa es reconocerlos como legítimos contradictores en el conflicto armado y otra reconocerlos como legítimos contradictores en el conflicto social. Y es ahí donde ha patinado el gobierno y es por ahí por donde se deslizan oportunistamente los de las FARC. Por eso no se ponen de acuerdo, porque no identifican claramente qué es lo que van a negociar. Claro, las FARC en afán de ganarse cierta legitimidad social ponen en la agenda el conflicto agrario y el gobierno resbala y se sienta a negociar un tema que después le estalla en las narices porque no lo ha negociado con el sector agrario. Por eso se da el paro agrario, porque el legítimo negociador no son las FARC sino los campesinos, así también hayan sido en parte aupados por la guerrilla. Reconocerles así sea tácitamente el estatus de beligerancia no significa llevarlos a suplantar a las masas en su lucha por sus justas reivindicaciones. Con ellos como legítmos contradictores hay que negociar temas relacionados con la exclusión política, con las garantías democráticas para que puedan ejercer su derecho a elegir y ser elegidos, con los compromisos del Estado para que se les garantice la vida, para que no sean exterminados como sucedio con la UP. Con ellos hay que discutir como legítimos contradictores armados cómo es que se van a desarmar y en qué condiciones de seguridad para que puedan recuperar la confianza en las instituciones. Pero no se les puede regalar el liderazgo social. Hay que darles garantías para que se lo puedan ganar en franca lid. Y para eso hay que hacer cambios estructurales para que la lid sea franca. El gobierno no tiene que hacer reformas sociales para negociar con las FARC. El gobierno tiene que hacer profundas reformas políticas para garantizar el ejercicio de una democracia política que no se ha estrenado aún en Colombia. El gobierno tiene que meterle el diente a la forma en que se eligen los congresistas, en la que se ejerce la función pública y en la que se aplica la libertad política. Las reformas sociales se discuten con los sectores sociales. El liderazgo social lo debería ejercer el gobierno y probablemente de esa forma se ganaría el respaldo no solo para negociar con las FARC sino hasta para la reelección del presidente Juan Manuel Santos, como premio al buen gobierno y al haber sido el generador del reconocimiento de la sociedad civil como un legítmimo contradictor en el conflicto social. Angelino Garzón ha sabido esto y por esa razón puntea en las encuestas, pero Lucho Garzón, que lo sabe, no ha sabido como explicárselo al gobierno. El complejo mamerto no le ha dejado ver cuánto podría aportar para que en tan altos ministerios se comprenda la regla básica de la democracia política, la participación social en las decisiones del Estado. El gobierno no ha entendido que su mejor aliada para la paz es la sociedad civil. Que otro gallo cantaría hoy en las encuestas si se hubiera hecho la reforma a la justicia que reclaman desde hace años los ciudadanos de a pie; que seguramente los estudiantes habrían sido la vanguardia reeleccionista de Santos si se hubiera producido la reforma educativa que sintonice con el país moderno que quieren quienes entienden que la educación es la premisa básica para salir del subdesarrollo. Pero para no ir tan lejos, ni siquiera ha logrado pensar que con la salud de los colombianos se hubiera podido jugar una carta social y equitativa y un prestigio popular que buena falta le va a hacer en su contienda reeleccionista. La paz no se puede hacer a toda costa. Y eso lo repite inconcientemente casi todo el mundo. Pero hay que saber que la paz cuesta. De no entender esto se puede caer en actitudes ezquizofrénicas como las que ha manejado el gobierno y la política de paz se desplazará irremediablemente hacia las peligrosas aguas de la ambigüedad, que en materia de conflicto armado pueden resultar literalmente mortales. Sí el gobierno quiere la paz sostenible tiene que pensar en la paz social y eso implica ceder. Para eso requiere estar dispuesto a hacer caces fuertes en beneficio de los pobres del campo. No a nombrar ministros de agricultura comprometidos con la selecta agroindustria palmera. La paz cuesta para todos y se equivoca el que crea que la saca gratis. A los guerrilleros les tocará pagar su precio con las víctimas, a la clase política también le aplicarán unos ajustes en sus curules para que puedan ingresar los subversivos, al gobierno que se embarcó en ella pude costarle hasta llegar al mínimo en las encuestas. Pero saldrá más costosa si no se sabe negociar, si se está en el lugar equivocado respecto de las interlocuciones válidas en lo social y en lo militar. Si ya se metió en estas Santos no tiene más remedio que aprender a reconocer al otro como un legítimo otro, pero sabiendo quién es quién en el conflicto armado y en el conflicto social. El gobierno no ha sabido marcar la diferencia y por eso el oportunismo es ahora el nombre del juego. Álvaro Uribe va por lo suyo, el fracaso de los diálogos. Germán Vargas por el pantano revuelto. Y ya suenan trompetas victoriosas y marchas patrióticas con la máxima de que suspender a Gustavo Petro es un torpedo a la democracia o un atentado a la paz. No. La sociedad civil no está ciega aunque sea pacífica, lenta y timorata. Es que la reconciliación entre los actores de la guerra pasa por reconocer que el gran ignorado es el pueblo colombiano. Y que la costumbre política de desafiar las instituciones, sea desde el mesianismo como Uribe, el marrullerismo como Samuel o desde el populismo autoritario como Petro no puede seguir adelante. La paz se construye constriñendo esos comportaminetos, que a la postre son factores de guerra.
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