“Hay siempre algo de locura en el amor;
pero siempre hay algo de razón en la locura”
Nietzsche
En la medida en que se incrementa el odio y la violencia entre nuestros congéneres, constatamos que la palabra amor se banaliza, perdiendo así su real semántica; se utiliza con tal desenvoltura que fácilmente puede pasarse de esta superficial significación a la indiferencia o al desprecio. Cuando se dice a otro “te amo” con tan facilistas parámetros –que muy corriente es–, ese noble sentimiento, y dada la confusión sobre el concepto, queda reducido a poca cosa y con altas probabilidades de que no progrese, de que no cree vínculos verdaderos. Sería objeto de buen análisis y larga disquisición definir el concepto de amor, sin embargo, dejémoslo para próximas ocasiones o para eruditos en el tema, y llamemos aquí amor a su acepción más corriente: “al conjunto de afectos, sentimientos y apegos que nos produce otro ser humano”; a sabiendas de que hay otras formas: de orden filosófico, teológico, artístico y hasta patriótico. Una amplia gama bajo el mismo nombre. Nos limitaremos para poder en corto espacio y tiempo expresar nuestro propósito sin trabas epistemológicas. Aún dentro de la categoría a la que nos hemos circunscrito no es tampoco fácil discernir las manifestaciones que podrían considerarse como amor, y aún menos evidente el precisarlo cuando se observa que hay subcategorías: familiares, sexuales, amistosas, laborales... El amor en cualquiera de sus formas o categorías es una construcción, no se produce de repente ni se decreta por normas sociales o religiosas. Cuando se habla de amor a primera vista de lo que se trata –sin admitirlo, en la mayoría de veces– es de atracción física, de deseo sexual, o de una química que favorecería la elaboración de una relación de más profundidad. “Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama” nos lo advertía Miguel de Cervantes. Es abusivo considerar que es sentimiento de amor lo que se experimenta de buenas a primeras y con solo mirar a los ojos del otro. Eso solamente se da en dramaturgias literarias y más bien de siglos pasados. Es bonito leerlo, verlo en el teatro, escucharlo en la ópera o imaginarlo, pero es de ficticia representación en lo corriente contemporáneo. Siempre me ha llamado la atención que las religiones predican amor –no sus libros rectores que son bélicos–, bonito concepto que instauran como norma hacia el prójimo, ese que se desconoce, incluso ese de quien ni siquiera se sabe quién es. Esto es impracticable y no menos absurdo, se queda a nivel del postulado y de un gran sencillismo proposicional, sin verdadera aplicación. Además, ¿por qué se habría de amar a quien ni siquiera se conoce? Claramente se confunden los conceptos: una cosa es respetar a nuestros semejantes, preservar sus vidas, auxiliarlos si nos es posible, tener consideración y caridad, no agredirlos, no despreciarlos, y otra –muy distinta– amarlos. Es un abuso de lenguaje, sin duda. Para que ese “amor” que predican los misioneros del amor incondicional se llevara a cabo, habría de construirse, ya lo hemos dicho, mediante esfuerzo, con tiempo, con cautela. Lo demás son buenas intenciones, inaplicables y en no pocos caso ni siquiera deseables. ¿Por qué habría de pasarnos por la cabeza amar a Hitler, Stalin, Pol Pot y otros tantos émulos de estos siniestros asesinos que por ahí aún nos rondan? Tampoco ha de pensarse, y es creencia corriente, que per se, amamos a nuestra familia; esto también es rayano en lo utópico, en una frase simpática y de gran corrección política, pero no es así; aquí también se necesita construcción, el solo hecho de compartir unos genes, de tener un ADN común no produce nexos amorosos. ¿Por qué se amaría a un pariente a quien ni siquiera se ha conocido? ¿Acaso ese primo lejano que comparte nuestra genética es, por ese hecho, depositario de una fuerza innata de afectos? Es sencillamente irreal, por bonito que suene decirlo y pensarlo es carente de veracidad. Se ama a esos miembros de la familia a quienes se ha conocido, con quienes se ha compartido, convivido, congeniado, y aprendido a amar; aún así en muchos casos las divergencias caracteriales e ideológicas imposibilitan ese supuesto amor y lo reducen o asientan al nivel de relaciones corrientes, a las que de ninguna manera se puede atribuir o reivindicarles vínculos amorosos. Amor, afecto, querencia, cariño, amistad o cualquiera otra variante, se dan como fruto de una elaboración material y/o intelectual, no por generación espontánea o por edicto dogmático de supuesta buena intención. En esa elaboración no deben escatimarse los esfuerzos –correctos– conducentes a que la palabra tenga real implementación y que no permanezca en la dermis; pero que de así serlo, que tampoco es nocivo, no nos engañemos dándole a estas manifestaciones, por agradables que sean, la denominación o trascendencia inapropiada. Otro error frecuente es creer que el amor es transitivo; es decir, que se ama a alguien porque ese alguien es amigo o familiar de quien amamos. No, el amor no se deriva ni se extiende automáticamente a los conocidos o amados de quien amamos. Grande es, a menudo, la decepción que comprueban quienes así candorosamente lo imaginan. Los pocos casos que hemos aquí mencionado, en modo alguno exhaustivos, ilustran una confusión entre la experiencia del amor y la posibilidad de elaborar esa experiencia. Es cierto, que el pertenecer o aproximarse al núcleo familiar o amistoso de alguien da posibilidades de construir un amor, pero no ha de confundirse la potencialidad con el hecho realizado.Michel Onfray, el aventajado filósofo francés establece una buena distinción entre Amor, Sexo y Procreación; diferenciación que hace rabiar a los religiosos para quienes esta es una cadena intrínsecamente soldada y sin posibilidad de escogencia de cualquiera de sus eslabones. Dice el filósofo que si bien hay posibilidades de que la cadena se realice en su totalidad, no es de obligatorio proceder. Añado yo, la escogencia de algunos de esos eslabones es igualmente satisfactoria y deseable, según las circunstancias y los individuos. La única obligatoriedad, la del ser humano, debe ser la permanente búsqueda de un hedonismo que no altere los derechos de los demás; esa es la materialización de la utópica felicidad en la que neciamente tantos y tan infructuosamente se empeñan.