El atleta del siglo XX

Dom, 29/07/2012 - 01:03
Mientras observaba las distintas expresiones artísticas que se reunieron en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres donde de una manera muy especial nos fueron contando sobre su historia
Mientras observaba las distintas expresiones artísticas que se reunieron en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres donde de una manera muy especial nos fueron contando sobre su historia y sus diversas expresiones, pensaba con la deformación profesional, en los artistas como un William Turner, Herry Moore, Graham Sutherland, Lucian Freud  o, Francis Bacon. Y, por otro lado, me reafirmaba las teorías de los ensayos del último libro de Mario Vargas Llosa donde pone en entredicho a la cultura como espectáculo. Francis Bacon —muy por el contrario de lo que estaba observando por televisión donde uno siente que la competencia y la hermandad son parte de un juego—, fue un personaje que cambió la estética de lo bello porque nos dejó con la naturaleza misma del hombre. Nos alteró los paradigmas, nos desangró nuestras cómodas convenciones y nos dejó el rastro, la huella del mundo cruel. Resulta curioso que donde para él no era importante la técnica del color, hoy lo vemos una expresión de la pintura del siglo XX. Francis Bacon nació en Dublín un 28 de octubre de 1908 y murió en Madrid un 28 de abril de 1992 ahogado por el asma que siempre lo acompañó. Atravesó el siglo y dejó retratos de seres que en sus obras, perdieron la exaltación al sentido de la vida. Cuando se trata de alterar la apariencia de la forma, podemos pensar en que Picasso nos dejó un testamento, en esa época pero que fue el comienzo del Cubismo.  En 1912, cuando realizando una guitarra se dio cuenta que era más importante el hueco por donde salía la música, que la representación del instrumento. El concepto musical primó sobre la forma. La forma misma de la apariencia se desvanece en el concepto visual. El  gran amigo y biógrafo de Francis Bacon, el inglés John Russell nos explica que desde pequeño fue difícil domar al monstro que nació con él. Su infancia estuvo llena de cambios, era impulsivo, rebelde y noctámbulo. Desde pequeño se negó a recibir una educación formal por lo cual  desarrolló otros intereses en un ojo agudo que, con las guerras mundiales,  sospechó con destreza  la alta escala de la violencia humana y su espesa y cruel atmósfera. En su juventud, Francis Bacon viajó a Berlín donde puso en duda a la Irlanda Católica y conoció la inminente y terrible  presencia  nazi. Pero, también Berlín le despertó en su temperamento la importancia de los no límites en sus experiencias personales y donde comenzó a vivir un tiempo sin leyes donde la libertad pagaba todos los riesgos. Tríptico de la Crucifixión, 1944 En Londres, en 1944 después de una vida de mil cambios, afectos y desafectos, Bacon un pintor desordenado, bohemio creó su primera gran obra de un tríptico para base de la Crucifixión donde borró de la faz de la tierra cualquier asomo de tranquilidad y nos dejó con su obra desesperada, violenta en su claustrofóbica sobre la distorsión de la figura humana que vive a los feroces mitos griegos que, al final son los mismo eternos sentimientos de siempre. En 1946 Alfred Barr, el director del Museo de Arte Moderno de Nueva York le compró un cuadro y, como solía suceder en esa época, fue el comienzo de una gran carrera y de una obra que nos dejó la imagen de un hombre desgarrado, solo, atrapado que grita con un gesto casi animal la desesperación. Pero, interesante que, el hombre que pintó libre y siempre a la deriva de lo impredecible afirmó con contundencia severa: “Siempre sigue tus instintos”.
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