Y cuando me percaté estaba rodeado por niños y adolescentes con sus respectivos profesores; de lejos era yo por entre aquel colegio el más veterano de la audiencia. Una situación que me perturbaba. Pensé en retirarme a medida que la muchachada se organizaba en el auditorio y que su vocinglería me envolvía. En cuanto haya posibilidad deserto, me dije. Tal oportunidad no se presentó porque en los pasadizos de entrefilas de sillas se atoraban los estudiantes y porque en esto llamaron al orden indicando que el conferencista estaba iniciando la disertación que allí nos convocaba. Así es que con poca resignación me acomodé en espera del mejor momento de hacer discretamente mutis por el foro.
La invitación a la conferencia me había llegado de París, sin que sospechara estuviese dirigida a estudiantes de colegio. Me creo haber superado ese tipo de charlas y pienso con cierto tufillo de inmodestia que estoy para otros menesteres de mayor envergadura. El conferencista: Christophe Galfard, francés, doctorado en Física en la Universidad de Cambridge bajo la tutela del mismísimo Stephen Hawking; una escala en Bogotá antes de acudir al Hay Festival 2018 de Cartagena para presentar su didáctico libro “El universo en tu mano”.
Apenas el científico es presentado, el universo entero con muchos de sus detalles nos llueve de su boca y de sus muy pedagógicos e impresionantes videos que apoyan sus argumentos. Comenzaron, entonces, con cada frase a centellear astros de todos los calibres con minucia de explicación, pero sin rimbombancias léxicas ni científicas. De inicio recordó que la nubecilla que a veces vemos en las noches claras no es otra cosa que la galaxia a la que pertenecemos: “La vía láctea”, una de los millones de millones que existen en el universo, y que dentro de cada una de ellas hay también millones de millones de cuerpos celestes de todo tipo con o sin rumbo aparente.
En revista pasaron las estrellas que en número parecido al infinito pululan con (o sin) planetas en sus órbitas y que con el correr de los tantísimos millones de años agotan su incandescencia convirtiéndose en enanas blancas para luego explotar en supernovas, que propagan inmensidades de polvo y gas; los sistemas solares, que en sinnúmero abundan en cada galaxia, algunos con posibilidades de vida; los agujeros negros, grandes omnívoros de temperatura y densidad altísimas, que engullen todo tipo de objetos con tal voracidad que nada permanece orbitando a su alrededor, glotones que no dejan escabullir de sus entresijos ni la luz; las ondas de tantas variedades que transitan por ese infinito espacio, siendo las gravitacionales las de más reciente descubrimiento; la materia oscura que invisible llena el espacio; la energía oscura de la cual se sospecha su existencia y que produciría la presión que tiende a acelerar la expansión del universo. Una inmensidad prodigiosa de masas, partículas y energías que entusiasma y sorprende, al tiempo que interroga e incita a su estudio, para objetiva y científicamente entenderlas, sin prejuicios ni explicaciones mágicas con las que habían de contentarse las mentes humanas, so pena de muerte inquisitorial, en un pasado no muy lejano.
Y en este infinito universo es maravilloso constatar que el ser humano, artífice de tantos desmanes con sus semejantes, haya podido interesarse en hallar explicación a su funcionamiento; primero por larguísima observación a ojo desnudo, muy posteriormente, mediante potentes telescopios escrutadores, establecer teorías científicas que le permiten entender e ir más allá de la superstición, la especulación, la tradición aprendida, la ignorancia practicada y el obscurantismo impuesto. Tantos de ellos desafiaron lo dado por cierto y nos enunciaron teorías. La lista es grande: Galileo, Kepler, Copérnico, Bruno, Newton, Einstein,... Aún falta mucho por conocer, teorizar y encuadrar en modelos matemáticos en construcción de la ciencia astronómica que ha desplazado los ensalmos astrológicos y puesto en duda a los propagandistas de entelequias creacionistas. La fuerza de raciocinio de estos aguerridos investigadores les ha permitido colegir a partir de la insignificancia del observar por siglos, de la fabricación de sofisticadas maquinarias escudriñadoras de cada movimiento, cada vibración, cada coloratura, para inferir hipótesis y finalmente teorías de funcionamiento del pasado, del presente y de lo que advendrá a este enjambre incontable de objetos brillantes, opacos o invisibles.
Hacemos parte de una incalculable armazón de permanente movimiento en donde sus componentes explotan, se reducen a polvo y energía y luego se reagrupan para formar nuevos astros, un incesante vaivén destructor-creador que hace parte del dinamismo estructural de este universo (¿multiverso?). Todos somos el producto de ese movimiento; nuestra materia, esa de que están compuestos nuestros órganos son frutos de esas deflagraciones y reagrupamientos. Somos polvo de estrellas, afirman las teorías actuales astronómicas. Los compuestos químicos de nuestro ser corpóreo fueron parte en algún momento de algún astro del universo. Sublime universalidad.
Con esfuerzo deliberado de simplicidad explicó el profesor galo el tejido del cosmos hasta concluir que este tuvo un principio: El Big Bang, una singularidad espaciotemporal, un fenómeno que rompe las leyes normales de la física. Es decir una enorme explosión, que se calcula ocurrió hace 14.000 millones de años; la materia aglutinada a niveles infinitesimales entró en expansión y ese polvo resultante se consolidó a través de tantísimos eones en los objetos conocidos. Un universo que gracias a ese fuerte estallido sigue ensanchándose por entre la infinita nada. ¿Tendrá un fin esta expansión? Nuevas teorías indican que otro tipo de fuerzas recogen esas masas dispersas hasta reducirlas nuevamente a su punto inicial (el Big Crunch), a partir del cual un nuevo Big Bang se inicia; este proceso se estaría alternando infinitamente.
Terminando su conferencia, el profesor propuso a la audiencia hacer preguntas. Esa alegre muchachada me dejó perplejo por el buen nivel de sus preguntas, muchas fueron respondidas por el doctor y otras dejó para la posteridad dado que –precisa– aún no se saben responder con alguna certeza. Y por entre estas preguntas del alumnado, de repente, surgió la interpelación de un adulto mayor quien interrogó al docto con: ¿No es esto obra de un dios creador? Más tardó la pregunta en ser lanzada que en instaurarse un murmullo estudiantil desaprobador. Aleccionador: esta masa estudiantil ya no se guía por principios teístas para dejarse explicar el universo, rechaza de sus ancestros estas futilidades, su murmuro aunque respetuoso es significativo de rechazo. El profesor también cortésmente contestó que durante la conferencia había tratado temas científicos y no de orden metafísico, para estos últimos con la lógica y el rigor científico no había nada que agregar; y finalizó recordando que ya varias teorías y experimentos ponían de manifiesto que de la nada podía surgir espontáneamente materia y energía. Imposible poder imaginarlo hace unos lustros, y triste papel que los creyentes habrán de conferir ahora a sus dioses creadores. Nietzsche mató a dios y ahora esta nueva teoría lo vuelve inútil. De qué reflexionar y de que adentrarnos más en el método científico en donde no reina la intrascendencia de la fe y sus ignaras creencias.
El Big Bang es también en nuestras mentes
Sáb, 03/02/2018 - 19:05
Y cuando me percaté estaba rodeado por niños y adolescentes con sus respectivos profesores; de lejos era yo por entre aquel colegio el más veterano de la audiencia. Una situación que me perturbaba