Hablar de “desarmar a la sociedad” en un país como Colombia, con un conflicto armado que cobra décadas y una evidente connivencia entre grupos criminales, terroristas y narcotraficantes, no puede ser un tema que se trate con ligereza. Entre otras razones, porque no serán los hampones ni los sicarios los que hagan caso a las normas que se expidan, sino los ciudadanos que las adquirieron legalmente para protegerse.
La intención del Alcalde Petro o del proyecto de ley que el Gobierno piensa llevar al Legislativo aparece como una solución viable, cuando en realidad deja a los criminales armados y los ciudadanos expósitos. Las solas estadísticas no les dan la razón. De 1,8 millones de armas adquiridas legalmente, 700 000 perdieron sus permisos. Entre tanto, más de 7 millones pululan ilegalmente y aparecen comprometidas en la inmensa mayoría de los crímenes.
La situación tiene un agravante: las armas se consiguen a precio de huevo en un mercado negro que se alimenta del narcotráfico y el contrabando, operados por mafias trasnacionales que nadie puede contener y compradores anónimos que difícilmente se pueden identificar. El propio Navarro Wolf admitió que en Bogotá existen oficinas de alquiler de armas para delincuentes. Ahí está el almendrón del problema y no en las armas con salvoconducto.
¿Por qué un ciudadano debe renunciar al derecho a la legítima defensa, que tiene larga tradición y sustento legal? Lo que está de por medio es la seguridad como bien público fundacional y la capacidad del Estado para garantizarla a través del monopolio de las armas. Por ello debe ser cauto el Gobierno y, en especial, las Fuerzas Armadas, para no caer en terrenos que después no puedan honrar. Si bien reconocemos que la intervención de la Fuerza Pública ha dado frutos extraordinarios para controlar la criminalidad, también es bueno aceptar que no es suficiente para que el ciudadano del común no sienta temor.
Los resultados de las campañas de desarme que se han intentado en Bogotá, Cali o Medellín han sido relativamente marginales, no solo por el número de armas que se entregan voluntariamente, sino por el descenso real de la criminalidad. La razón es que el flagelo está correlacionado con el número de grupos delincuenciales o milicias terroristas que operan, asociadas con el microtráfico en las ciudades y el narcotráfico en las fronteras.
De hecho, algunos estudios han demostrado que la posesión de armas en poder de particulares, puede obrar como un factor disuasivo contra el crimen, con lo cual la violencia es mucho mayor donde están prohibidas que donde están permitidas. Pero si de lo que se trata es de controlar el número de armas en manos de particulares, lo deseable sería que la Fuerza Pública fuera la encargada de continuar entregando los avales y la competente para establecer si habilita o no su porte bajo determinadas circunstancias. Entre otras razones, porque ella tiene la obligación Constitucional de garantizar la seguridad en el territorio y, en consecuencia, puede de manera excepcional permitirlas a aquellos ciudadanos que den garantías de buen uso.
Prohibir o restringir a rajatabla, solo incrementaría la vulnerabilidad de algunos ciudadanos y la probabilidad de éxito para los criminales. Para evitarlo necesitaríamos incrementar exponencialmente el pie de fuerza para cubrir las necesidades de protección. ¿Estamos en capacidad de hacerlo? Ya se oyen voces que consideran inapropiado el alto gasto en seguridad, con problemas sociales sin resolver. ¿Será que países con democracias consolidadas como Estados Unidos, con regímenes de control de criminalidad policivos, se equivocan al permitir a sus ciudadanos estar armados para garantizar su propia seguridad y la del mismo Estado?