Nací en Bogotá. Sin embargo siempre tengo presente una anécdota que no me deja extraviar: Durante la fiera campaña a la presidencia de 1946, los gaitanistas para descalificar a Gabriel Turbay, su adversario, le llamaban “Turco”, cosa que él refutaba con enfado sin negar que sus padres eran libaneses; el asunto se volvió discusión pública, hasta que la genialidad retórica de Gaitán amortajó su defensa echando mano del gracejo ibérico que adaptó a una pregunta fulminante: “No sé…—dijo Gaitán —pero díganme una cosa…si una gata pare en un horno, ¿pare pan, o pare gato?”
Después de eso Turbay nunca más se pudo quitar el remoquete de Turco, que no pocos votos le restó y contribuyó a la derrota e intensa tristeza que se llevaron por delante su vida.
De modo que, así haya nacido aquí, y tres cuartas partes de mi existencia hayan transcurrido en esta capital, jamás me he sentido otra cosa que vallenato. Pero como el corazón se manda solo, siento mío cada recodo y amo esta Bogotá donde aprendí a “coger” buseta, comer “donas”, “hacerme” en vez de sentarme, “colocar” en vez de poner, y llamar “chinos” a los niños; de modo que soy bogotano de corazón aunque sea parido de vallenatos y hable “cojteño”. Eso me deja creer que tengo autoridad para opinar. Eso y que pago impuestos.
La historia de Colombia es más bien la de Santa Fe, porque desde Santa Fe de Bogotá se manejó el país desde su fundación, de ahí que sea inevitable cuestionar si el fracaso de nuestra capacidad de convivencia y esta forma mezquina de relacionarnos, no sea también parte del colapso del talante bogotano de las instituciones y su administración. Por supuesto también del emprendimiento frecuentemente fallido de las metas en gestión pública. Pero si esa pregunta no pudiera contestarse con certeza, la respuesta si puede inferirse repasando el estado físico de Bogotá y la nación, con una mirada periférica comparativa.
Si uno va a Cali, se sorprende ante una ciudad amable, bonita, desarrollada y limpia. Ni qué decir de la red vial del Valle del Cauca, causa estupor comprobar que ese tejido de autopistas de tres carriles en calzadas dobles perfectamente señalizadas, forme parte del mismo país cuya capital tiene por accesos, bueno… ¡los que tiene! Ni hablar de la hermosura y orden de Medellín, una ciudad armada contra natura, trepada en las paredes de esa bella olla de poco fondo que es el Valle de Aburrá; toda encaramada hermosamente, con gracia y buena arquitectura, con vías que fluyen, con paisajismo, con soluciones de movilidad, con gusto…Y si Cali y Medellín le dan sopa y seco a Bogotá, es imposible consolarnos pensando en las ciudades menores. Bucaramanga está preciosa, se notan las buenas administraciones que la dotaron de una eficiente red vial y se esmeran en tenerla bonita. Hasta Barranquilla, espléndida antes y nauseabunda después; a partir del Cura Hoyos que se empeñó en la búsqueda de la igualdad mediante la recuperación del espacio público, ha venido escalando hacia su esplendor inicial y ya hoy, con excelencia de gestión, también se gana a Bogotá. En una liga menor, Valledupar desde hace tiempo, Montería desde hace poco, y Armenia desde el terremoto, brillan por su desarrollo y la buena calidad de sus obras públicas. Pero todas las mencionadas tienen una cosa en común que debería ser el sonrojo de Bogotá: En sus calles no hay huecos. Así de simple. Bogotá es un colador, pero no uno para colar, sino uno que parece hecho desde el cielo por la ametralladora de un loco.
La movilización en la capital de Colombia es agraviante; las vías se inundan con pocas lluvias y con muchas colapsan. Las intersecciones viales elevadas o a desnivel son igual de absurdas, puentes sobre glorietas, accesos que desembocan un carril sin que la vía “crezca” en otro carril para que no haya cuellos de botella, semáforos cada cuadra. Y lo del río Bogotá que es una vergüenza universal, polucionado e inmundo se desborda cada rato logrando el invertido milagro de que esta meseta de ensueño, tenga el honor mundial de ser el único cerro que se inunda.
La urbe es una debacle. Mal estratificada, tarifas escandalosas, licencias que arrasan la memoria, no hay horarios de reparto, el Concejo de escándalo en escándalo, barrios sin servicios y baldíos con servicios; humedales “rellenados”, pocos parques, en fin… Un fracaso urbanístico total. Y cientos, miles, millones de huecos en las vías de una ciudad donde las llantas se rompen y la gente se accidenta en calles bombardeadas por la ineptitud.
En los 50 Brasil encomendó a Lucio Costa y a Oscar Niemeyer el portentoso diseño de Brasilia. Pero antes de eso aquí trajeron a Le Corbusier, su maestro; no obstante, al genio suizo no le pararon bolas los bogotanos y archivaron su Plan Piloto. Diseñadas las vías y parques, no los hicieron, todo fue propuesto y nada fue realizado; se proyectó en grande para realizar “en diminuto”. Por eso la metrópoli se desbordó sobre una mentalidad ejecutora de villorrio que nos hundió en un atraso de un siglo. Pocas soluciones eficaces, como la de las basuras con Pastrana, después se clientelizaron. Y el único alcalde contemporáneo con comprensión urbanística y capacidad probada para construir ciudad, fue derrotado cuatro veces, mientras su obra se desprestigia por el rezago de sus sucesores… ¿Es el talante bogotano? Puede ser.
Imposible perder de vista que Bogotá ha puesto la mayor cantidad de presidentes de nuestra historia y uno no ve que la cuna de tantos mandatarios se parezca al poder que sus natales han tenido. Porque cuando Gaviria fue Presidente, Pereira pasó de ser un pueblo grande a volverse una ciudad desarrollada. Hasta Barco -medio enajenado- impulsó fuertemente a Cúcuta. Belisario, calladito armó a Medellín con un imponente sistema Metro que organizó el crecimiento y auspició en la capital paisa una cultura ciudadana que existía pero no tenía símbolo. Costó mucho, pero está hecho hace 25 años, y en Bogotá seguimos con la bobería de “que si por aquí, que si por allá”. El solo hecho de que en la campaña cada candidato propusiera un trazado diferente, es una falta de seriedad de la dirigencia bogotana, donde lo técnico no parece prevalente sino subalterno a la originalidad y repentismo político de cada cual.
Ni que decir del aeropuerto, o las rampas para minusválidos en los andenes, los baños públicos, la contaminación visual, el ningún alcantarillado pluvial, y las grúas recogiendo carros en las áreas residenciales. Si a eso sumamos que en Bogotá se roban más de la mitad de los carros hurtados en el país y que los niños no pueden jugar solos en los parques, tendríamos que concluir que esta Bogotá construida por los bogotanos, le quita a los “rolos”, el derecho a dictaminar el destino de Colombia como lo han hecho hasta ahora. Porque así griten que en la provincia se roban la plata y por eso hay que centralizarlo todo, desde el 91 cuando se empezaron a elegir gobernadores y alcaldes, casi todas las ciudades han crecido mejor y con mayores estándares urbanísticos que nuestra infortunada capital.
Soy escéptico ante la capacidad transformadora de Petro, y lo soy porque no veo en su trayectoria nada constructivo. Sobre todo porque el trabajo de ser alcalde es tan especializado como el de un cirujano; y aquí, necesitamos uno que sea cirujano plástico e internista al mismo tiempo. Petro no es eso. Para “enderezar” una ciudad como esta, hay que haberla soñado esplendorosa, pero sobretodo hay que entenderla e imaginar sus soluciones. Petro no tiene esa formación. Necesitará humildad para reconocerlo y sabiduría para buscar quien sí la tenga.
Ojalá pueda, porque si no, tendremos que concluir que este naufragio despoja a los bogotanos del derecho histórico a dirigir el destino nacional. No parece lógico que quienes han manejado la plata de la nación, hayan edificado poco a poco la peor ciudad del país.