El lobo de Wall Street o el mundo sin ética

Sáb, 22/02/2014 - 17:03
“Me llamo Jordan Belfort.
El año en que cumplí los 26 gané 46 millones de dólares,
y eso me cabreó porque sólo por tres no llegué al millón a la semana”.

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“Me llamo Jordan Belfort. El año en que cumplí los 26 gané 46 millones de dólares, y eso me cabreó porque sólo por tres no llegué al millón a la semana”. La película de cartelera “El lobo de Wall Street” podría pasar desapercibida si no tuviera características que la hacen tan atractiva y que aquí quisiera comentar a título de espectador “tocado” por el mensaje, más que de crítico cinematográfico en lo cual no me atrevería a fungir como gran entendido. La historia presentada es real, es la de Jordan Belfort (Bronx, Nueva York, 1962) un muchacho estadounidense, casado, juicioso y ávido de progresar. Consigue puesto en una agencia bursátil en donde su buen desempeño lo lleva a obtener el codiciado cargo de corredor de bolsa para “LF Rothschild”. Quiso la mala suerte que el mismo día en que estrenó este ascenso la bolsa de Wall Street sufrió un histórico crash (1988) e ipso facto perdió su nuevo cargo. Obstinado consiguió un nuevo empleo en el área bursátil y pronto después creó su propia agencia, la “Stratton Oakmont”, que presuroso llevó a su apogeo, llegando a emplear a más de 1000 corredores de bolsa. Consagró esta agencia a la venta de acciones de muy baja cuantía, dirigidas a clientes de recursos medios y escasos. Desdichadamente la táctica utilizada fue el engaño, la magnificación de empresas a las que apenas se podría dar este nombre; de esta manera estafó a miles de pequeños ahorradores. El nombre del juego: mover el dinero del bolsillo de tu cliente hacia el tuyo”, decía sin ningún empacho. Rápidamente se transformó en un hombre sin ningún escrúpulo, y así adiestró a su staff de trabajo; hombre hábil para la maniobra manipulatoria, vendedor avezado y convincente. Llegó al pináculo, con dinero en exceso y sin saber qué hacer con él, se dedicó, aparte de conseguir aún más fortuna, a todo tipo de excesos en droga, sexo y alcohol; no escatimó ningún método para enriquecerse, la ética no existió en su vocabulario y menos en su turbio actuar. “Los otros tipos me miraban como si hubiera descubierto el fuego. Le vendía basura a recogedores de basura”. Una película dirigida por Martin Scorsese, con la excelente actuación de Leonardo Di Caprio, que postula con amplias posibilidades para los Óscares 2014. El filme rezume adrenalina y velocidad en cada escena; apenas si hay tiempo de salir de un entuerto tenebroso para adentrarse en uno de peor pelambre. Es el ritmo que el Director ha querido imprimirle a la historia, y así con creces logra atrapar al espectador. La historia tiene valor por sí misma, cautivante de inicio a fin, el público se engancha desde el principio y permanece atado a su silla a lo largo de casi tres horas que dura la representación, tenso, sin respiro olvidándose de las palomitas de maíz, su crujido podría desconcentrarlo del drama al que en gran pantalla está asistiendo. ¿Cómo no pensar en las sentencias de Rousseau a medida que se ve al protagonista hacer un cambio tan radical en su comportamiento? ¿Imposible no ver cómo la sociedad influye para transformar sus metas y apetitos hasta corromperlo? Pero al mismo tiempo cómo olvidar la máxima de Plauto (254 ac) “homo hominis lupus” (“El hombre es un lobo para el hombre”). Dos ideas que se contraponen, la primera culpabiliza a la sociedad, la segunda al individuo. La verdad debe estar en medio de las dos: nuestra tendencia malévola (y su opuesta) está latente y la sociedad la despierta, la reaviva, es como la brasa cuando se la oxigena: brota con fuerza, produce llamarada. Ese lobo que llevamos dentro, ese que trata de escapársenos a pesar de que nuestra razón nos dicte lo contrario, ese animal salvaje se abalanza sin compasión cuando el medio lo permite y cuando no hay ningún mecanismo de control que lo frene. El caso de la película sobre la que discurrimos es excelente ilustración del propósito. Ejemplos sobran de ambición insaciable que ni respeta vidas ni tiene valores. Para citar solo el caso colombiano recordemos algunos: Los carteles de contratación en el Distrito (Nule y tantos otros), las trampas financieras de Interbolsa, las pirámides financieras (DMG), las artimañas del negocio de la salud (Saludcoop), las hazañas de “la gata” en su sospechosa empresa de Chance, el robo a los feligreses en las iglesias cristianas (Piraquive y su MIRA), la corrupción de la justicia para evitar penas condenatorias, los constructores que ponen en peligro vidas humanas con materiales de baja calidad (Edificio Space Medellín). Con dinero todo está permitido, todo es posible. Triste constatación. Temibles lobos indomables. Así las cosas y dentro de un ámbito de libertad, es preciso decirse: sí a la libre competencia del mercado, sí al hedonismo, sí a la autonomía y libre albedrío, pero con estas ventajas democráticas autocontroladas. En muchos casos, ciertamente, se raya la utopía pensándolo así, entonces controlada por el Estado. El objetivo es evitar que se causen perjuicios individuales o de sociedad mediante abusos y engañifas. Eso sí con consciencia y cuidado de que el control ejercido por el Estado no se convierta en pretexto para los dictadorzuelos (declarados o arropados con nubes de pseudodemocracia) que abundan en nuestros días y particularmente en la región latinoamericana para imponer sus satrapías y personales “ideologías”. Una cosa es la reglamentación consensuada y de carácter democrático y otra la imposición totalitarista que niega y reprime disensos. ¿Por dónde pasa la línea divisoria entre los dos conceptos? Esta se marca con el acuerdo discutido, las leyes, la Constitución y no –por supuesto– con normas acomodaticias emanadas del calor del momento, las personas, el caudillo de turno o las circunstancias. En definitivas, la película El lobo de Wall Street, que a todas luces recomiendo, es un ejemplo, que casa como anillo al dedo en nuestros días, cuando la frustración es grande debido a la ausencia de principios y valores empresariales, políticos y personales, causando profunda mella negativa y desaliento ciudadano. La base de tal aflicción está en la falta de real análisis sobre: ¿a qué conduce una vida personal u organizacional en donde se carece de ética y cuyo único objetivo es amasar dinero? Es que este sacrosanto principio no es teórico, ni solo objeto de predica electoral o religiosa, es un valor que debe estar anclado en las mentalidades de la sociedad, so pena de hacerla sucumbir, de hacer un mundo injusto, molesto, hostil, inhabitable.
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