Abro los ojos, el ruido de siempre. Acá en New York nunca hay silencio. Uno acaba por acostumbrarse. Son las siete de la mañana y como todos los días, no me puedo levantar. Debo salir a las 8:15 para alcanzar a tomar bus y el subway que llega a mi destino, Grand Central Station, a las 9 a. m., hora de llegar a "trabajar", si lo que hago en esa compañía se llama trabajar.
Con dificultad me levanto a hacer el café y me vuelvo a acostar en posición fetal, tapada hasta la cabeza con la cobija. La gata da vueltas encima de mí, quiere cariño. Miro el reloj y me hago la promesa de levantarme a las siete y veinte. La angustia me carcome el estómago. El reloj digital llega inefable a las y veintiuno, ahí me levanto a servirme el café, de vuelta a la cama, esta vez a leer el email. Los titulares de El Tiempo, la revista Semana, no me puedo despegar de lo que acontece en Colombia, es lo único que puedo hacer. Ya no me da el ánimo para contestar emails.
Siete y cincuenta, tengo que levantarme, bañarme y arreglarme en veinticinco minutos pero para qué, ya no tengo arreglo, ni tiempo, ni ganas. La depresión me hace moverme con lentitud, tengo náuseas pero no guayabo. Ducha. Tengo tres minutos y me vuelvo a acostar en ropa interior, otra vez en posición fetal. Me tapo con la cobija hasta la cabeza, ahora la gata duerme al lado mío. Quien fuera gata....
Son las ocho y diez, tengo que correr. Me visto, miro la cama, miro la gata -se llama Cata-, reviso la cartera, vuelvo a mirar a Cata, quien fuera gata… y por fin salgo. 8:23. Ya voy tarde pero qué importa. Tengo un sentimiento en el estómago, un animal que me corroe, me tiemblan las manos, náuseas.
Bus, subway, humanos, gente empujando, ojo con la cartera, olores, se abren las puertas, entra más gente, ahora ya no tengo de donde sostenerme en el vagón repleto de seres que no miran a los ojos, me apoyo contra la gente, qué asco, ojo con la cartera. Otra vez se abren las puertas y siguen entrando humanoides. Sudo frío y me dan arcadas. De pronto el tren frena, el vagón se vacía, todos nos bajamos en Grand Central Station, la estación principal. La marea de maníacos corre hacia la derecha a agarrar el shuttle que va a Times Square, el cruce de oriente a occidente en los intestinos de la gran ciudad que me ha tragado, de donde no puedo salir de un trabajo absurdo, sin sentido, en una compañía prepotente que me tiene atrapada.
Camino lento, la depresión no me deja mover más rápido, a mi alrededor la gente empuja, ojo con la cartera, músicos pidiendo limosna, ejecutivos encorbatados vestidos de Armani, rubias de botella con tacones altos y puntudos, ¿como harán para caminar? todos atropellan.
Llego a las nueve y cuarto, no importa, igual no tengo nada que hacer. Mi jefe me ha quitado las funciones la semana anterior, sin mayor explicación, aunque esta es obvia: odio mi trabajo, mi jefe me odia (y viceversa), detesto la compañía, mi trabajo es inútil, no hay resultados, todos me pasan por encima, no me invitan a las reuniones, no me llegan emails, peor aún ¡ni siquiera me copian en los emails! no tengo nada que hacer.
Prendo el computador y cuelgo el abrigo para que mi jefe y mis colegas, si es que pasan por ahí, vean o crean que ya llegué. La pared de la oficina es de vidrio para que el Gran Hermano pueda vigilar quien llegó, quien está fingiendo que trabaja cuando en realidad está mirando videos en youtube, quien está trabajando de verdad, quien se durmió, quién está tomando trago a escondidas.
El estómago ahora me está mordiendo, me tiemblan las manos. Tengo que esperar hasta las 10 para que abran la licorera de la esquina. ¿Por qué en Nueva York las licoreras tienen que abrir a las 10 de la mañana? ¿Acaso no es la ciudad que nunca duerme? ¿Por qué no venden trago en las farmacias como en Bogotá?
Estoy yendo al siquiatra para que me trate la depresión, la bipolaridad, el alcoholismo, la locura, cualquiera que sea el diagnóstico. ¿Por qué siempre le miento a los siquiatras? ¿Para qué voy? se que me estoy mintiendo a mí misma, pero no puedo con la vergüenza de confesar que tengo que beber por la mañana, de no desayunar para tener el estómago vacío y anticipar como se deslizará el primer trago, delicioso, como en el segundo los pensamientos se calmarán, el gruñido del estómago se va, al tercero ya no me temblarán las manos y seré feliz por unas cortas horas.
Estoy en el fondo de la botella. No sé cómo salir. Se que tengo hacerlo, pero la depresión no me deja actuar, no me deja mover. El alcohol impide que los medicamentos operen, pero yo no puedo funcionar con la angustia diaria que solo me cura momentáneamente el vodka mañanero y el vino del atardecer. Bebo a escondidas. En teoría, el vodka no deja tufo, pero yo me las arreglo igual para no hablarle a nadie. Y nadie me habla a mí. ¿Para qué? no tengo funciones, todos me ignoran, otros me detestan, como mi jefe.
Son las 9:55. Al fin. Salgo a la licorera de la esquina, donde para vergüenza mía ya me reconocen. En diez minutos voy a estar bien, lista para enfrentar la humillación de no tener nada que hacer.