Entre el fundamentalismo y el centrismo político

Sáb, 06/05/2017 - 03:35
En la medida en que la gente se vuelve más escéptica frente a los mensajes políticos, tiene más información y  aprende a navegar por las redes sociales haciéndose sentir, las propuestas políti
En la medida en que la gente se vuelve más escéptica frente a los mensajes políticos, tiene más información y  aprende a navegar por las redes sociales haciéndose sentir, las propuestas políticas moderadas —equilibradas, incrementales y racionales— pierden fuerza; en tal situación, las personas necesitan más emoción, exigen más estímulos y no se contentan con los discursos técnicos tradicionales. Las presentaciones de Hillary Clinton en los debates presidenciales fueron impecables, acompañadas de razonamientos lógicos y de experiencia, pero el público americano pedía sangre, y eso les ofreció Donald Trump. La política ha dejado de ser un ejercicio de posiciones intermedias y de equilibrio, para convertirse en un campo de batalla donde solo triunfan los que presenten ideas populistas y agresivas, o sepan insultar o ridiculizar al enemigo. Los partidos y movimientos de centro ideológico no están de moda: el campo es para los fundamentalistas, los extremos. Colombia —como algunos pocos países de la región— ha tenido una prolongada tradición bipartidista a partir del nacimiento a la vida republicana, con dos partidos fuertes, ambos con raíz común en las ideas liberales y democráticas que irrumpieron durante la gesta de independencia: el Liberal, fundado por Ezequiel Rojas en 1848,  y el Conservador, con origen preliminar en José Ignacio de Márquez hacia 1840, y establecido formalmente por José Eusebio Caro y Mariano Ospina Rodríguez en 1849.  Dentro de dos décadas, estas agrupaciones políticas cumplirán dos siglos de existencia, hecho significativo en la historia política de la América Latina. Hasta el momento, prácticamente todos los presidentes de Colombia han pertenecido a uno de esos dos bandos. Las diferencias ideológicas han sido sutiles pero, en algunas líneas, muy marcadas. Los liberales, desde el comienzo, abogaron por el libre cambio,  las libertades individuales, el Estado laico con separación de los asuntos religiosos, la organización federal de la nación, la defensa a ultranza de los derechos políticos, el apoyo a los comerciantes y, posteriormente, durante el pasado siglo, agregaron a su credo reivindicaciones sociales, acercándose, en unas de sus vertientes, a un pensamiento de corte socialdemócrata. Los conservadores, por su lado, defendieron la tradición y costumbres españolas y cristianas, la institucionalidad, el imperio de la ley, la autoridad fuerte del Estado central y la unidad de la nación, desde el centro a la periferia; aunque defendieron las libertades y derechos, dieron mayor énfasis al orden y al cumplimiento de los deberes cívicos. Ambas colectividades compartieron desde el comienzo el concepto democrático de la política y la defensa de las libertades basadas en los derechos del hombre, fruto de las revoluciones francesa y americana, y con el tiempo,  se acercaron en la defensa de la participación privada de los negocios (capitalismo), la defensa de los más débiles y la centralización política con descentralización administrativa. Las guerras del siglo XIX y la cuestión religiosa los separaron, hasta que ocurrió la cruenta contienda de los “Mil Días”, la cual marcó un acercamiento de los bandos contrarios, que con ciertos vaivenes, perduró durante todo el siglo XX y todavía tiene reminiscencias. La situación de un partido tradicionalista enfrentado a otro de acento progresista es antigua y se repite en muchos países. Tiene (o ha tenido) lugar en Inglaterra, Estados Unidos y varias naciones europeas y  latinoamericanas. En Colombia, como en otras, cada tronco principal presenta ramas colaterales: el liberalismo ha tenido tendencias, unas mirando hacia el socialismo democrático y otras hacia el viejo esquema libertario que enfatiza derechos individuales. Del lado conservador, de larga data han existido dos ramajes principales: la del tradicionalismo ortodoxo atado a temas morales y religiosos —la ortodoxia tradicional de Caro y la pura doctrina de Laureano Gómez— y otra más pragmática y abierta, con inclinación al pensamiento social de la Iglesia Católica, cercana en su concepción al conservatismo pragmático de  tradición británica y defensora de un capitalismo moderado, con mucha fuerza en la vieja Antioquia. Normalmente coexisten tranquilamente  las vertientes dentro de los partidos, pero en ocasiones se exacerban, creándose fuertes tensiones internas que llevan inclusive a rompimientos y, a veces, a escisiones definitivas. Dos casos de actualidad son el Partido Republicano de Estados Unidos, con un ala tradicional y otra ultramontana: el Tea Party, que aboga por un aislacionismo económico, rechazo a los inmigrantes, defensa de viejos valores religiosos puritanos y reducción de impuestos a los más ricos —la elección de Trump favorece en su orientación al sector más radical del conservadurismo americano—; y, en Europa, presenciamos una situación de ruptura dentro del PSOE, con un ala moderada y otra más radicalizada hacia la izquierda. Situaciones similares se han presentado en Francia, Bélgica y otras naciones. Algunos analistas de la política han defendido la tesis del bipartidismo construido alrededor del centro, con un partido de corte tradicionalista y conservador y otro progresista y liberal. Hay varios ejemplos destacados: el Reino Unido con los conservadores o Tories, por un lado, y los laboristas por el otro, alternado en el poder con la presencia menor de un partido liberal desaparecido prácticamente hace un siglo, que suele actuar como partido bisagra, útil para alcanzar mayorías en el parlamento. En Alemania, como en otras naciones europeas, el poder se disputa entre socialdemócratas y socialcristianos, y la presencia de partidos menores verdes, también de tipo bisagra. El otro ejemplo clásico de bipartidismo tradicional y de larga trayectoria es el de Estados Unidos, con un partido conservador, el Republicano o “Great Old Party”, y en el lado progresista, el Demócrata, en este momento derrotado después de ocho años de gobernar. Los defensores del sistema bipartidista consideran que en una democracia decantada es necesario que los partidos mantengan diferencias en algunas materias como el manejo de ciertos aspectos económicos (por ejemplo de tributación y proteccionismo), en asuntos morales, en el apego a las tradiciones frente a las innovaciones, en el papel de la educación y de la familia, etc., pero existiendo  acuerdo sobre lo fundamental  —agreement on fundamentals— en relación con las libertades, la democracia, la alternabilidad en el poder, el federalismo o unitarismo, la independencia de las ramas del poder y el respeto por la libertad económica. La constitución política escrita, o la consuetudinaria, suele ser  la expresión del acuerdo general tácito. Para algunos politólogos, el esquema bipartidista contribuye a la moderación y a la estabilidad, creando una cultura de las diferencias dentro de creencias políticas compartidas que previene los extremismos y los cambios intempestivos, y posibilitando la alternancia para facilitar al electorado la corrección de excesos o faltas cuando ocurren, sin que resulte necesario acudir a soluciones extremas o revolucionarias. Desde los tiempos del Frente Nacional, una vez superada la “violencia liberal- conservadora”, los dos partidos históricos comenzaron a parecerse mucho en sus plataformas políticas y en sus costumbres electorales, hasta el punto de que solo se diferenciaban por los nombres de sus dirigentes o consignas preelectorales; para el elector, votar por uno u otro era solo una cuestión de pertenencia emocional o familiar a una bandera.  El concepto y la práctica de Gobierno-oposición se fue diluyendo y, a la manera de “Gobiernos de unidad” como los del siglo XIX, en cada administración han participado y siguen participando elementos de los dos partidos históricos. A partir de la Constitución de 1991 surge una gran cantidad de movimientos y de partidos que comienzan a decantarse para llegar actualmente a unos siete: los tres partidos desprendidos temporalmente del tronco liberal (Unidad Nacional, Liberal y Cambio Radical), el Conservador, el Centro Democrático, el Partido Verde y el Polo Democrático. Actualmente, ningún partido por sí solo constituye una fuerza predominante, pero algunas alianzas alrededor del Gobierno sí construyen una fuerte mayoría en el Congreso. La vigencia del bipartidismo puede llegar a su fin en las próximas décadas. Existen dos factores que podrían propiciar la reconfiguración del espectro partidista: de un lado, debates encendidos de carácter moral, como la ampliación y reconocimiento de derechos para poblaciones sexualmente diversas, la eutanasia, la legalización del aborto y del consumo de sustancias psicoactivas; y de otro, el conflicto armado con las guerrillas de las FARC y el ELN, frente al cual se encuentra fuertemente dividida la opinión pública, como se evidenció en el pasado plebiscito. Estos temas están radicalizando la opinión nacional, y en el futuro podrían contribuir a ahondar las posiciones y a realinear a los partidos, por lo menos en tres espacios políticos: la izquierda, la derecha fundamentalista y otros partidos y movimientos de centro. El efecto del posconflicto va más allá del próximo cuatrienio, y depende de la posibilidad de unificación de los múltiples sectores de izquierda, que hoy parecieran irreconciliables, y por otro lado, de la capacidad de reinventarse de los partidos tradicionales. Hace algunos años casi nadie se hacía la pregunta sobre la posibilidad de tener en Colombia un Gobierno de izquierda; hoy, por lo menos en el plazo medio o largo, muy pocos excluyen esa posibilidad. El punto es, ¿qué tipo de izquierda sería esa? Los partidos tradicionales mantienen mayorías electorales y en el Congreso, más por la pericia en el manejo clientelista del electorado que por sus propuestas programáticas —que prácticamente no existen—. Además, poco a poco vienen perdiendo prestigio y credibilidad, y sus plataformas políticas han dejado de ser atractivas. Sus actuales mayorías pueden perderse o dispersarse entre los varios competidores, como sucedió en el caso de Bogotá con la alcaldía de Petro y con las de sus antecesores Garzón y Moreno Rojas. Si los partidos históricos no se transforman y reinventan, podremos terminar en una situación similar a la de Venezuela, donde por años se impusieron el COPEI de corte conservador y  ADECO en la línea liberal-socialista. Ambas colectividades están prácticamente desaparecidas a partir del ascenso del Socialismo del Siglo XXI de Chávez, heredado por Maduro. Actualmente, la izquierda es débil y está muy dividida; además, el papel político de las FARC es aún incierto. En un país de tradición centrista como el nuestro, este sector tendría que apuntar hacia una propuesta claramente democrática, respaldando el modelo económico de libre empresa, de forma que no cree el fantasma del “castrochavismo” que espanta a la mayoría de los electores. La derecha podría fortalecerse en una coalición entre el Centro Democrático de Uribe y amplios sectores de la base conservadora rural, como ocurrió en la reciente confrontación de octubre. En el centro quedarían los sectores liberales y un ala conservadora muy apegada a la burocracia como forma de sobrevida; los verdes constituyen una agrupación pequeña que se ubicaría en la franja del centro-izquierda. A pesar de una larga tradición centrista y de un relativo progreso económico, con disminución de los índices de pobreza y crecimiento de las clases medias, carecemos de una cultura política basada en razonamientos lógicos y en grandes propósitos. Así el país siga siendo muy tradicional, lo que parece más probable es que la política y los partidos sufran transformaciones importantes que podrían terminar en una radicalización de las propuestas. Sería el fin de una larga era de predominio del bipartidismo de centro y el comienzo de una etapa de radicalismos de uno u otro lado. Tal como se avizora la próxima campaña electoral, en la que participan muchos partidos, en un equilibrio de fuerzas —en el que ninguno se muestre fuerte— se esperarían varias alianzas que probablemente nos llevarían a una segunda vuelta, en la que se enfrentarían la centro-izquierda (liberales, verdes, movimientos de izquierda moderada) con la centro-derecha (Centro-Democrático, conservadores, grupos religiosos). Una situación como esta podría ser el comienzo del fin de lo que hasta hoy ha sido el bipartidismo más antiguo de la región, con doscientos años de historia, para dar comienzo a otro esquema con izquierdas y derechas más radicales o fundamentalistas. La política y los pueblos son cambiantes y dinámicos.  
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