Al leer los artículos de prensa que en los últimos años han analizado las calamidades que azotan a nuestra sociedad, la mayoría de los autores se inclina por pensar que el núcleo de los problemas radica en el decaimiento y desprestigio de la llamada clase política, y que ahí estaría la madre de casi todos los demás problemas que nos afectan.
Algunos concluyen que el conflicto armado se debió a que los partidos tradicionales cerraron los espacios para el ingreso a la competición de otras corrientes de opinión, mientras que otros consideran que la clase dirigente no tuvo coherencia ni decisión en la lucha contra la subversión, lo cual permitió el crecimiento de varias guerrillas a lo largo de más de 50 años.
Para varios columnistas, la pobreza tiene por causa la falta de una política social justa y efectiva, aunada a la mala regulación de un sistema económico que ha derivado en altísimos niveles de inequidad. Y, para mencionar otra tremenda lacra, tanto en lo público como en lo privado, tememos la corrupción, la cual se ha engendrado desde un sistema clientelista de favores, privilegios y contratos a lo largo y ancho del país, en muchas administraciones y en todos los niveles.
Alguien tiene que responder por lo que suceda en una comunidad o en un país, y no cabe duda de que los principales responsables son aquellos que han tenido el poder y la autoridad formal para tomar las grandes decisiones a lo largo de los años. Según esto, alguno podría decir que el clero tuvo mucho poder en siglos pasados y por ello sería responsable; pero no lo es tanto como para determinar el futuro de la nación.
Lo mismo aplica a los militares, que en efecto han sido dueños de mucha influencia, pero casi siempre han estado supeditados al poder civil. En cuanto a las capas más ricas de la población —la oligarquía—, su influencia sobre el poder político ha sido considerable, pero no lo ha reemplazado, solo lo ha utilizado a su favor.
Es verdad, todos los segmentos del poder (político, económico, religioso…) se entrecruzan y, al final, constituyen un núcleo fuertemente interconectado, lo que Álvaro Gómez llamaba “el régimen”.
Si los analistas están en lo cierto cuando señalan con el dedo acusador a la clase política, tenemos que comenzar por aclarar que no todos los políticos son clientelistas o corruptos, que algunos se han preparado para servir en los cargos públicos y que queda una pequeña —pero importante— masa crítica que se salva. Y que, como “mal de muchos, consuelo de tontos”, el desprestigio de la política y de los políticos es un fenómeno casi universal, no solo de Colombia. Sin embargo, nosotros tenemos que enfrentar nuestros problemas y dejar que los demás hagan lo propio.
Si aceptáramos que la dirigencia partidista que nos gobierna es mezquina, incompetente para ofrecer soluciones de fondo, carente de liderazgo transformador y que en alguna proporción está corrompida, ¿qué podría hacerse, ya sea para depurarla o para reemplazarla? Allí es donde empieza el problema que hay que resolver a futuro, porque las élites políticas están fuertemente enquistadas, tienen enorme capacidad económica para financiar todas las campañas electorales, han creado una difusa red de clientelas que les son dóciles y que viven como rémoras a las costillas de sus gamonales; además, las normas electorales están hechas a su medida y las saben manipular en su beneficio.
Pretender que sea el elector quien reemplace a los representantes del pueblo por unos mejores y más pulcros es ingenuo, porque los electores seguirán sufragando por los mismos, ya sea por su baja cultura cívica o porque forman parte del mismo entramado. Aspirar a que la clase política se renueve desde dentro sería inocente, no hay posibilidad de que quienes viven una situación tan cómoda estén dispuestos al sacrificio.
Romper violentamente la tendencia —como sucedió en Venezuela— puede terminar siendo peor. Ahora, el Gobierno ha reunido una comisión de notables para que propongan un proyecto de reforma electoral que se concilie con lo acordado en Cuba con las FARC.
Ese proyecto no va a llegar a ninguna parte, porque afectaría los intereses del actual Congreso y golpearía a los partidos establecidos. Por allí tampoco iremos muy lejos, aunque algunas propuestas suenan interesantes. Veamos el detalle. Se propone modificar el origen y cuantía de los dineros que financian las campañas para que en su mayoría sean públicos, y evitar así ventajas para quienes, desde sus curules, están bien apertrechados, o para quienes se apoyan en recursos de mala procedencia.
Esto sería una solución importante si se limitara drásticamente la publicidad (¿lo aceptarían los medios?) y las campañas fueran más cortas en su fase final. Será necesario romper el círculo vicioso dinero, elección ganada, contratos, dinero, nuevo triunfo electoral.
Otras medidas interesantes han sido propuestas por los verdes (que tienen poco que perder) o por otros partidos: limitar a tres el número de períodos en los que un ciudadano puede ocupar una curul, disminuir el número de curules, eliminar la circunscripción nacional para el Senado y crear circunscripciones uninominales para la Cámara de manera que allí sólo se pueda elegir a dos personas, como funciona en el Reino Unido, en Estados Unidos y en otras democracias.
La iniciativa de reemplazar el Consejo Nacional Electoral por otra corte especial no tiene ningún sentido, pues se volvería a caer en lo mismo. El problema del Consejo es que es un órgano partidista, sin independencia de las maquinarias y, por lo tanto, sus decisiones están sesgadas y amarradas a los partidos que eligieron a los magistrados.
No será fácil reemplazar los procedimientos electorales ni la forma de hacer política que utiliza todas las argucias del clientelismo y la manzanilla; ni se logrará hacerlo simplemente corrigiendo las fallas de los procesos electorales con sus trampas, ni organizando la financiación de las campañas para hacerla más transparente, ni esperando que el electorado se encargue de propiciar los cambios.
La realidad es que la clase política está arraigada en sus poderes locales, regionales y nacionales, y será muy difícil sacarla de sus trincheras. Tal vez la única manera sea que algún día se elija a un mandatario capaz de poner distancias entre los poderes públicos, incluyendo la judicatura, esto porque el poder ejecutivo es el factor que alimenta los malos hábitos de la política.
¿Es posible depurar la clase política?
Sáb, 24/06/2017 - 03:43
Al leer los artículos de prensa que en los últimos años han analizado las calamidades que azotan a nuestra sociedad, la mayoría de los autores se inclina por pensar que el núcleo de los problemas