Nuestra contenta sociedad fallida

Lun, 21/03/2011 - 00:00
Con el optimismo que en los últimos tiempos se corea en varios sectores que se benefician del crecimiento económico, sin reparar en que éste no favorece a la población en general sino a unos pocos
Con el optimismo que en los últimos tiempos se corea en varios sectores que se benefician del crecimiento económico, sin reparar en que éste no favorece a la población en general sino a unos pocos, corremos el riesgo de pasar de agache que el Plan de Desarrollo 2010-2014, presentado por el gobierno para aprobación del Congreso de la República, no ataca como debería la desigualdad y la pobreza, que nos relegan como sociedad. No quisiera volver sobre temas que en anteriores escritos ya he tocado pero la manera como el Plan de Desarrollo se ocupa de algunos asuntos cruciales obliga a reiterar varios conceptos. El cuestionamiento se centra en que, sintetizando e infiriendo sobre un artículo del economista Jorge Iván González, publicado en la revista Razón Pública, el pasado 7 de marzo,  algunas de las metas socioeconómicas trazadas por el gobierno nacional para el período del plan (2010-2014), son la negación de la “prosperidad para todos”, que pretende el mismo plan. Veamos. La meta de pobreza (bajar de  45,5 por ciento a 41,5 por ciento)  resulta muy pequeña en razón a que está concebida dentro del actual modelo económico, que se caracteriza por contemplar los factores de competitividad, productividad y crecimiento, pero sin ocuparse de la distribución ni de la concentración de la propiedad y la riqueza. Así mismo, la meta de reducción del desempleo (bajarlo a 9,8 por ciento), con todo y el aporte de las locomotoras, se queda corta ya que,  dentro del actual modelo, no se contempla el crecimiento del consumo interno (por ejemplo, mediante el aumento de la capacidad de compra vía incrementos salariales de los trabajadores) sino la reducción de costos laborales, la formalización del mercado laboral y el fortalecimiento de la educación, lo que no permite pensar en metas más ambiciosas que siquiera nos acerquen al final del cuatrienio a los niveles actuales de los principales países de Latinoamérica. Ante esta realidad, no debemos llamarnos a engaños sobre falsas expectativas en materia de disminución de la desigualdad. Aunque ésta debería ser preocupación de todos, es claro que ni gobierno, ni legislativo, ni, mucho menos, empresarios, están interesados en atacar seriamente el problema. Por ningún lado aparece el debate juicioso sobre aspecto tan importante para la vida del país, tan solo algunas voces aisladas. Seguramente, el unanimismo imperante en casi todas las esferas de la vida nacional es la explicación a que ni siquiera líderes de opinión y de pensamiento se ocupen como corresponde de estos temas, a partir del interés general. La otra noche, en uno de los programas de opinión radial más conocidos, escuché a varios opinadores, incluido el moderador, y después de haber llegado a la conclusión de que varios de nuestros problemas radican en el modelo económico, decir, con facilismo evidente, que a Santos no lo habían elegido para cambiar ese modelo. Y ahí pararon, si más ni más. Pero si el interés de ellos fuera realmente la solución de los problemas, no deberían haber parado sino, al contrario, tendrían que haberse ocupado de las modificaciones que requiere el modelo. Ni siquiera nos mueve el cuestionamiento sobre la incidencia de esta problemática en la calidad de sociedad que tenemos y sobre los valores en que ésta se construye. Cuando unos pocos, al amparo de la ley, acceden a bienes y a oportunidades de vida (sin reparar en el hedonismo y egoísmo que muchas veces encarnan  y que, distorsionadamente, han tomado el carácter de patrones ideales de vida), y otros, la mayoría, sienten que están marginados de acceder a esas condiciones, ahí está el caldo de cultivo para la descomposición social que nos agobia. Ahí es donde varios no tienen miramientos para transgredir la ley en pos de alcanzar ese estándar de vida de quienes disfrutan de esos privilegios. Esas injusticias y desigualdades estimulan buena parte de la delincuencia y la corrupción que padecemos. No queremos ver que hasta allá repercuten las fallas de nuestro modelo. De ahí la urgencia de que las universidades y los centros de pensamiento y de investigación (independientes de los gremios) retomen su papel de orientadores y que a través de estudios sobre las verdaderas incidencias de los programas de gobierno y de las políticas públicas hagan presencia y señalen el camino, pues el menosprecio por las humanidades y el marcado interés comercial, traducido en una ambición desmedida de lucro, que suele caracterizar a quienes promueven el modelo reinante, se contrapone a las medidas y decisiones que requiere nuestra sociedad. El asunto no es de izquierdas ni de derechas sino de sensatez, de elemental sensibilidad. Se debe obtener utilidades; claro que sí, pero sin arrasar con el ser humano. Cabe preguntarse: ¿En qué andan nuestros estudiantes universitarios?, ¿estarán siendo formados para preservar este estado de cosas?, ¿tendrán conciencia sobre el papel de la universidad en otras épocas? Ya que otros no están interesados en hacerlo, ellos están llamados a plantear los debates. En fin, están en deuda los actores institucionales que deben ayudar a abrir los ojos. Tan alta favorabilidad del Gobierno no es consecuente con la realidad. Varias de las cosas que está haciendo no le apuntan al fondo de lo que el país necesita.            
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