Todos somos uno

Sáb, 07/05/2011 - 00:00
¿Cuántas muertes y los relatos sobre ellas, contados con diversas escrituras, serán necesarios para que terminemos de indagar sobre las guerras colombianas de los últimos 50 años y para entender
¿Cuántas muertes y los relatos sobre ellas, contados con diversas escrituras, serán necesarios para que terminemos de indagar sobre las guerras colombianas de los últimos 50 años y para entender las razones de ella? ¿O no terminaremos nunca? ¿Cuántas evocaciones de asesinatos, masacres, secuestros, mutilaciones, desarticulaciones, corrupción, violencias serán suficientes para exorcizarlos e incorporarlos a la memoria colectiva? “Necesito hablar, si no hablo, me estallo”, dice alguno. ¿El exorcismo servirá para romper con el círculo del mal? ¿Cuántos reconocen que actores y víctimas son los mismos y somos todos? Sergio Álvarez nos lo pregunta y lo contesta con su nueva novela, 35 muertes, publicada por Alfaguara, que se lanza en esta Feria del Libro. Con los testimonios, recogidos por el narrador principal, hijo de Fabio Coral cuya madre murió al parirlo, que vivió del rebusque, fue militante de izquierda, paramilitar, exiliado y bailarín en España.  Protagonista que comparte su rol con el del sargento, hijo de Botones, el bandolero calcado del conservador Efraín González, muerto en 1965, parecido a los liberales Sangrenegra, autor del “corte de franela” y a Desquite que veremos convertido en Castro Castaño, Ramírez Orjuela y Pablo.  Personajes de rasgos entrecruzados porque así se construye la ficción, ¿alguno de los dos no sería el hijo de Rosalba Velásquez, la Sargento Matacho, que en 1948 tuvo un hijo póstumo con Desquite?  Hijos sin nombre que se juntan con mujeres fracasadas.  Para una de ellas, y para casi todas, “como el amor no existe, me conformo con una cerveza y un man que baile bien”.  Cándida que traicionó a su amante; Cristinita, la tía militante del MOREI, asesinada con Pablo Moscoso por un bus ejecutivo; Natalia, que será puta en Barcelona después de huir de la Cali de Ramírez Orjuela donde se queda Camila, su hermana; María Paula, la última ilusión amorosa del hijo de Botones.  Y otras, muchas otras, destruidas en esta narración sin esperanza que va hasta 1999 con los hechos del Palacio de Justicia, la tragedia de Armero, el M-19 de fondo.  Hasta lo New Age está allí. Novela desbordada, cadena de voces en primera persona que confunde al lector siguiendo la intención de generar caos de Álvarez; sabemos, no obstante, que el que habla es un único sujeto múltiple y cambiante, del mainstream y marginal, hombre y mujer.  Es el colombiano de siempre cuya fatalidad se repite. Lo corroboran los expertos para quienes en Colombia los períodos de paz han sido tiempos de preparación para la guerra siguiente.  Lo anticipó Gonzalo Arango en “El elogio a Desquite”, tras la muerte de éste: “Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña, ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrima”. La novela cierra con una oración a Botones como la que rezan los sicarios buscando protección.
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