Una sociedad hipertatuada

Dom, 30/10/2016 - 04:41
Alt_Tatuaje Fernando Fernandez Las cosas, las ideas y los entornos están en permanente cambio y movimiento por más que pretendamos e insistamos en darles un carácter de fijación en el tiempo; todo evoluciona, para bien o para mal. Los humanos tendemos a considerar que lo adquirido es para siempre y así como las plantas echamos raíces en el contexto que nos fabricamos, tenemos temor visceral al cambio; este nos altera, experimentamos apego atávico e inmoderado a lo que conocemos, a lo que decidimos en un momento dado, y creamos innatamente una gran resistencia a la variación. Lo relativo no es de nuestra complacencia, nos gustan los absolutos, las verdades eternas, lo que dura para siempre; las culturas crean dioses porque estas entelequias poseen esa idea de perennidad, de verdad absoluta, de inmutabilidad. Nada más erróneo que una “estabilidad” imperturbable tanto en lo material como en lo intelectual. En un afán ilusorio por conservar y “garantizar” una continuidad sin cambios, atesoramos objetos, bienes, relaciones; la vida, por naturaleza es mutante y cambiante, nos grita día a día que todo eso es pasajero, efímero y circunstancial. Cuando creemos haber logrado tan soñada estabilidad nos visita la traicionera Parca para imponernos un cambio definitivo, ese que no tiene reversos. Y en lo intelectual, concebimos y solidificamos ideas, comulgamos y nos adentramos en ellas, pero el tiempo, gran bribón, se encarga de hacer que estas evolucionen, que cambien en nuestras mentes y hasta se transformen justo en lo opuesto. Mucho nos abruma tal realidad, codiciamos anclarnos en un cierto confort, y sobre todo anudarnos a la vida, que no desaparezca, que nos sea eterna; por eso la noción del más allá es un producto que se nos vende bien, todos anhelamos a ello, la idea es seductora y se ajusta bien a nuestra deseos, otro cantar se entona cuando estudiamos y analizamos de cerca la veracidad de tan encantadora especulación. Entonces, así las cosas... Cuando vemos las transformaciones voluntarias y agresivas que se infligen al cuerpo se queda uno pensativo, dubitativo y no menos estremecido; en particular, me refiero a la gran moda de tatuarse el cuerpo, que ha existido desde la primigenia de nuestra humanidad, pero que en la contemporaneidad inmediata se ha establecido con avasalladora fuerza. ¿Serán ampliamente conscientes quienes desdibujan su cuerpo de manera irreversible que su decisión obedece a una usanza pasajera que más temprano que tarde terminará? y ¿que en poquísimos años sus cuerpos estarán desmodados y sin posibilidad de recuperación adaptable a lo que será la nueva moda que tanto persiguen? A título de ejemplo –evocado aquí en reciente artículo– recordemos que hace apenas una decena de años quienes imponen la moda dictaminaron que los vellos masculinos eran antiestéticos, sucios e incluso antihigiénicos; ahora estos mismos amos de la moda han “innovado” –por razones comerciales– sus premisas al opuesto y predican que la pelamenta masculina ha de dejarse, que es estética, sensual y deseable; con lo cual hemos visto florecer las barbas, para sosiego de los peludos y desespero de los lampiños. ¿Qué harán quienes decidieron en su momento someterse a depilaciones permanentes aquí y allá mediante arrasadores rayos láser y otras invasivas técnicas para extirpar definitivamente la otrora inadecuada vellosidad? ¿Qué pasará cuando en contadísimos años los hacedores de moda decreten que ya el tatuaje no es buena idea y que lo en boga, lo nuevo, es tener la piel impoluta? Entonces, no será la ocultación de sencillos tatuajes, una estrellita, una palomita, un dragoncito, aquí habrá por tratar, lo que casi con horror vemos en brazos, piernas, tórax y demás partes del cuerpo, completamente tatuados, que no han dejado intersticio libre, la desaparición de la piel y su reemplazo por “obras de arte”, que llenan las dermis al mismo ritmo que los bolsillos de los expertos tatuadores. Esa belleza, esa sala de exposición en la que creen haber convertido algunos sus cuerpos será de imposible recuperación para la nueva moda que pronto les advendrá. Bien interesante sería reflexionar sobre la manera como evolucionarán esos indelebles dibujos cuando el cuerpo envejezca. ¿Cómo se verán esos enormes y flameantes dragones acosados por las arrugas y la flacidez? Es fácil imaginar la irrisión y el deseo de ocultar todo aquello que ahora con tanto “orgullo” exhiben. Y entonces vemos en las pieles, toda suerte de paisajes y figuras salpimentadas con textos, algunos en lenguas que no entienden ni los tatuadores, ni los tatuados, ni los espectadores de estas obras; otros se instalan frases banales en donde la ortografía está ausente; otros registran el nombre de quien están enamorados, como si esto fuera inmutable; otros expresan el afecto a sus progenitores e hijos tallando sus nombres; otros convierten sus cuerpos en pancartas publicitarias gratuitas en donde promocionan cantantes, religiones y marcas comerciales. Ignorando que el amor y las frases “filosóficas” son para asimilar y grabar en las neuronas y no sobre la piel. Francamente rayano en la superficialidad. Es cuestión personal, lo sé, me es altamente sensual y erótico el acariciar la piel tersa y limpia de una persona, pero se me detiene el flujo feromonal cuando acaricio dragones, santos, cristos, paisajes coloridos o letreros en incomprensible árabe... El tatuaje es una práctica milenaria a la que acudían nuestros antepasados para mostrar su pertenencia a una tribu, a una cultura, y también por motivos de pensamiento mágico, actuando como talismanes. Pero ¿el siglo XXI no ha de ponernos más allá de estas consideraciones vetustas? Mera estética, dirán algunos. ¿Cuál? Replicaremos otros. Señal de individualidad, arguyen muchos tatuados para justificar su acto dizque heroico y rebelde. ¿Cuál individualidad cuando se observa la masa tatuada de la misma manera? Una búsqueda de individualización que conduce a la uniformización. Muchas veces me pregunto por qué esos tatuajes no tienen una duración determinada, de algunos años, algún tiempo, así como los que se hacen las mujeres con henna en el mundo árabe. Qué sensato sería en todo caso, y qué grandes posibilidades nos darían para cambiar; así como renovamos objetos, cuadros y muebles en nuestras casas. Encaja bien esta manía tatuadora dentro de la mentalidad humana que quiere instalar sus principios y hechos de manera definitiva, sin querer adoptar la prudencia debida para los cambios que inexorablemente acarreará el futuro. Valdría la pena consultar con expertos freudianos si la usanza de tatuajes en tal demasía configura una forma patológica de pulsión autodestructiva. Tal vez la sociedad actual, al haber perdido los valores que durante siglos constituyeron sus pilares de comportamiento –familia y religión, esencialmente– busque desorientada ahora otros asideros, y en su deambular se encuentre con expresiones en las que anclar nuevos valores. El tatuaje a ultranza puede ser uno de estos ensayos conductuales que parecen producir aires de libertad, introducir semántica a las pieles, exhibir atractivos estéticos, buscar originalidades, descollar sobre la masa. Un escaso vistazo mostraría a estos ensayistas que es un andar despistado, que los verdaderos valores han de ser de índole intelectual, frutos del estudio y la educación y no de fatuos símbolos externos que sólo configuran manifestaciones epidérmicas de desencajado simplismo. ¿Estará Occidente cubriendo sus cuerpos, avergonzado de no haber logrado aún crear un nuevo sistema sólido de valores? ¿Camuflará sus pieles en señal de duelo por la infinita tristeza de comparar su adelanto técnico con su pobreza moral? Quiero también creer que el inconsciente colectivo ha decidido cubrir pieles con burkas vergonzantes frente a sus irresolutos dramas: la desigualdad, la guerra, el hambre y el poco desarrollo intelectual de la masa. Una protesta indeliberada. Quiero candorosamente creerlo.
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