Como yo soy una de ocho hermanos y hermanas aprendí a sobrevivir de cualquier forma, algunas veces con astucias, otras veces con mentiras, pero la mayor parte del tiempo eludiendo la responsabilidad. Sobreviví claro, pero la culpa me acompañó toda la vida y librarme de los castigos no me hizo mejor persona.
Por ejemplo, cuando mi mamá preguntaba ¿Quién rompió esto? Todos, inclusive el responsable, negaba con firmeza la culpa. La velocidad para negar una falta se convirtió en un factor de sobrevivencia, algo aprendido, un acto reflejo. Quien fuera más lento o más honrado a la hora de la responsabilidad, tenía que soportar todo el peso del castigo. Ah? Fuiste vos? Ripostaba la autoridad materna y empezaba la reprimenda.
Con esa experiencia que unía confesión a castigo, nadie aprendió a aceptar la culpa porque reconocer una falta significaba pagarla caro. De manera que ideamos una fórmula para no aceptar responsabilidad, se trataba de negar todo. Nunca dejar abierta la posibilidad de que uno fuera responsable, por el contrario, el culpable era alguien que sí estaba cerca: No fui yo! Decíamos con presteza, pero con los ojos señalábamos al vecino para que la falta cometida no quedara en la impunidad.
Ahora que me toca ver la realidad de este país, me queda claro que tuvimos el mismo tipo de formación, vivimos la cultura de la negación, pero siempre señalando a otra persona como culpable. Todos y todas negamos la responsabilidad, mientras con los ojos o la boca acusábamos a alguien más.
Por supuesto, entiendo lo difícil que es reconocer la culpa. Si fuera tan fácil levantar la mano y decir: “Yo lo hice, yo soy el responsable” muchas personas habrían pagado por sus actos. Por el contrario, hay miles de faltas escondidas o, mejor, miles de inocentes pagando faltas que no cometieron o que otras personas cometieron pero nunca aceptaron.
Ahora que estamos en vísperas de la firma de la paz, esta tendencia a la negación de la culpa se ha incrementado. La gente se ha vuelto experta en señalar o apuntar el dedo para otro lado, intentando explicar sus culpas en faltas ajenas. Que las culpas queden en cabeza de otro y no en la propia es lo más común hoy en Colombia. Casi nadie levanta la mano para aceptar su falta, pero sí todos están prestos a señalar. ¿Secuestro? Yo no lo hice, pero el de al lado sí. ¿Extorsión? Nunca, pero se quienes lo hicieron.
De lo que se trata en un proceso como el que estamos viviendo, no es de decir quién es más culpable o quién más inocente. Trabajar la culpa es tan difícil como el perdón. Son dos sentimientos duros de asumir. ¿Soy culpable? ¿Perdono? Uno u otro no se imponen, no se dan por decreto, sino que parten de reconocer la verdad, por dura que sea. Aceptar las propias acciones, sin justificaciones de ninguna naturaleza.
Si maté, debo reconocerlo sin escudarme en que alguien mató primero. Si robé, la disculpa no puede ser que otra persona robó más que yo. Si evadí las reglas, nada de excusarme en que otros lo hicieron antes. No, de lo que se trata es de asumir lo que hicimos. Esa es la verdad reparadora, la que lleva a la paz y al perdón. Pero no, aquí está haciendo carrera evadir la responsabilidad.
Decir: Yo no fui, no lo hice, no es mi culpa. Así no se sanan las heridas. Cuando se trata por ejemplo, de crímenes como el reclutamiento de menores o el secuestro, o la utilización de minas quiebrapatas, negarlos no ayuda a la reconciliación. Los delitos ya se cometieron, ya hicieron su daño y no sirve de nada evadir la responsabilidad. Lo útil es la VERDAD.
Negar la falta, no alivia la culpa, ni logra el perdón. La verdad nos hará libres, nada más sabio que eso para enfrentar este momento.
