Atahualpa Yupanqui fue uno de los últimos cantautores populares de la pampa argentina, de la pampa de los gauchos, las guitarreadas y la guerra contra los indios. Su padre trabajaba en la estación del tren cargando de cereales los vagones que iban con destino a Buenos Aires, amansaba caballos a la medida del dueño, cantaba al compás de la guitarra las tonadas más antiguas de esos gauchos solitarios, hablaba fluido el quechua. Y Atahualpa creció en ese ambiente, que tal vez era bastante menos poético de lo que nos parece ahora, y que sin duda ahora nos parece así porque así lo vio y lo sintió Atahualpa, y así nos lo mostró en sus poemas y canciones.
Como a tantos otros artistas, a Atahualpa lo conocemos sólo por una parte de su obra, que es su obra musical. Sus primeras canciones eran viejas historias y leyendas de la pampa pero escritas de modo que le hablaran también a la gente de la ciudad, a esa gente de la ciudad argentina sometida durante tanto tiempo a los caprichos de uno u otro dictador. Y la gente lo escuchó con entusiasmo, y pronto lo convirtió en uno de los emblemas de la famosa canción-protesta latinoamericana. La fama local en esa época, sin embargo, no se traducía en bienestar económico, y por eso Atahualpa se marchó a París, con la ropa que llevaba puesta. Allá se dejó conocer por influyentes músicos y poetas, desde Paul Eluard, que lo hospedó en su casa, hasta Edith Piaf, que lo incluyó en un concierto suyo en el Ateneo, y no para abrir el concierto, sino para cerrarlo.
Entonces Atahualpa se fue de París, emprendiendo un viaje en busca de otras expresiones musicales populares que lo llevó a conocer a los gitanos de Europa de Este, a los bereberes del Magreb, a los improvisadores de cuentos del Sahara, a los poetas clásicos del Japón. De ese viaje salió esa otra parte de su obra que hoy se desconoce y que sin embargo no es independiente de su canción popular sino que está involucrada y casi siempre escondida en ella, y que se manifiesta en un uso de las melodías y de las palabras, de las construcciones de líneas poéticas que no pudo de ningún modo haber aprendido en la pampa.
Y esa obra, en realidad, es la que hace de Atahualpa un artista admirable más allá de la vigencia política y la relativa nostalgia que hoy puedan suscitar en la cansada generación de los viejos Los ejes de mi carreta y Lunita tucumana, y para la que no hace falta sumergirse en los archivos olvidados de la historia, sino escuchar, con los oídos abiertos, sus consabidas canciones.