La historia de la Novena de Aguinaldos se remonta al siglo dieciocho, cuando el sacerdote franciscano fray Fernando de Larrea escribió un texto para leer durante los nueve días que preceden la llegada de la Navidad.
Nacido en Quito en 1700, fray Francisco era hijo del oidor de las Reales Audiencias de Santa Fe de Bogotá y de Quito. A los 16 años se ordenó sacerdote y luego se dedicó a dictar clases de filosofía y teología. Años más tarde, en 1732, emprendió sus primeros viajes como misionero. En 1739 llegó a Popayán para trabajar en el convento de las misiones, que él mismo convertiría luego en Colegio de Propaganda Fide.
El padre Larrea predicó varias misiones en distintos lugares de Colombia: Cundinamarca, Cauca, Santander, Boyacá y Tolima. De todos sus aportes, el más importante fue la fundación del Colegio de las Misiones de San Joaquín de Cali, aunque también se le señala como autor del vocabulario general de la lengua de los indios del Putumayo.
Pero los anteriores aportes fueron opacados por su Novena para el Aguinaldo, primer título del tradicional texto cuyo origen, al parecer, se remonta a la década de 1770. La historia es la siguiente: además de predicar, el fraile fue director espiritual y ejerciendo este oficio conoció a María Clemencia Gertrudis de Jesús Cayzedo, una de sus alumnas, con quien tuvo una gran amistad. Según escribe el presbítero César Nieto Rubio "es muy probable que Fray Fernando haya obsequiado la novena a María Clemencia".
La primera edición de la novena se publicó en 1784 y fue impresa por Antonio Espíndola, en un formato de 10 x 7 centìmetros y 52 páginas. Las primeras en realizar el ritual de rezarla fueron las monjas de Colegio de la Enseñanza y sus alumnas. El texto fue haciéndose popular y es entonces cuando entra en la historia una monja muy 'cachaca', Bertilda Samper Acosta.
Bertilda, hija del reconocido escritor y político José María Samper, se educó en Europa y era aficionada a las artes y las letras. Pero su mayor sueño era convertirse en monja. En 1886, mientras el país estrenaba la constitución de Núñez y Caro, ella estrenaba hábito y nombre: desde entonces se llamaría María Ignacia.
Fue ella quien decidió hacer una nueva versión cambiando algunos textos, omitiendo otros y añadiendo unos pocos nuevos. El padre Larrea no pudo ver los cambios que le hizo María Ignacia a su novena, pues murió en 1773 en el Convento de San Joaquín de Cali, donde se conservan sus restos.
De Fray Fernando son la oración inicial, la Oración a Nuestra Señora y la Oración a San José. También las consideraciones y el conocido fragmento que reza: “Dulce Jesús mío, mi niño adorado, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto.”
María Ignacia, por su parte, retocó la Oración a Nuestra Señora y la Oración a San José. Asimismo, omitió las oraciones conclusivas y escribió una de las más recordadas, la Oración al niño Jesús.
La novena editada en 1910, que aprobó el entonces Arzobispo de Bogotá y que llevaba por título Novena del Niño Dios, es la versión de la madre María Ignacia, la que se conoce en la actualidad, la misma que quienes tienen más de veinte años conocen casi de memoria y que hoy se reza cada año frente al pesebres en cuadernitos de bolsillo que regalan en los supermercados.