Si usted hubiese estado allí, un día como hoy hace 68 años se hubiere encontrado con una escena dramática y casi de película. El tirano, el hombre quien llevó las riendas del destino de su país hasta hace apenas una semanas estaba oyendo su sentencia final, que lo condenaba a muerte para hacer justicia al pueblo italiano. Y ella, su amante, la mujer que hacía menos de una década lo había saludado desde su coche con gritos de alabanza “!Il Duce, Il Duce!”, lanzaba ahora, es decir, el 28 de abril de 1945, alaridos de desesperación e impotencia: “¡Mussolini no debe morir!, ¡Mussolini no debe morir!”.
Tuvo el consuelo de no verlo muerto. Pues cuando Walter Audisio terminó de leer la sentencia dictada por la rebelión partisana comunista, que venía combatiendo a los leales fascistas en el norte de Italia, no pudo cumplir en el acto el ultimátum: el arma no disparó. Audisio arrojó la metralleta y empuñó el revólver, le gritó “¡quítese de en medio!” a la amante, que había aprovechado la torpeza del verdugo para correr al lado de su amado, quien no se atrevía a pronunciar palabra. El revólver tampoco funcionó, como un presagio del destino o un juego macabro para alargar el sufrimiento de la despedida final. Un comisario se acercó hasta el lugar de la escena y sin más qué hacer le dio su arma de dotación a Audisio.
La ráfaga de cinco disparos mató en el acto a la amante desesperada, Clara Petacci. “Claretta”, tal como la llamaba Mussolini en la intimidad y en los corredores y oficinas del Palazzo Venezia, donde quedaba su despacho de líder de la Italia fascista. Él, “Ben”, como le llamaba ella, quien ese día cumpliría 61 años de vida, recibió tres balazos que lo hicieron caer de bruces contra el muro. Respiraba con dificultad, no había perdido la consciencia, por ello lo último que dijo fue “¡Disparadme en el pecho!”. En efecto, se acercó y le disparó al corazón. Por fin estaba muerto.
Los cuerpos de Mussolini y Petacci fueron expuestos al público. Recibieron toda clase de vejaciones e insultos, luego fueron enterrados en una fosa común.
Benito Mussolini tuvo una fama bien ganada como don Juan, se dice que por su cama pasaron por lo menos unas cinco mil mujeres, desde cuando a sus 17 años perdió su virginidad con una prostituta de Nápoles. Al menos una distinta cada noche, durante gran parte de su vida. Ahora, si lo pensamos, o miramos con claridad, no se distinguía por sus dotes físicos: calvo, bajo de estatura, con tendencia a la obesidad, y con una higiene personal que dejaba mucho que desear. Podría pensarse, que el poder le confirió el atractivo que la naturaleza o la genética le negaron. A su despacho llegaban cientos de cartas de admiradoras de toda la península itálica en las que le expresaban su admiración y con cierto fingimiento en unas, o sin recato en otras, le ofrecían su compañía “para los tiempos duros de la guerra, en los que un refugio alivia el espíritu y anima el cuerpo”, como decía la misiva de una tal Alessandra.
Clara Petacci, como mujer celosa y compulsiva, no encontró otro truco para saber de las andanzas de su amante que vivir encima de él controlando sus pasos y previendo sus escapadas. En algunas ocasiones, recibía cartas llenas de alusiones sensuales, “soy esclavo de tu carne, siento un deseo febril por tu cuerpecito delicioso que me quiero comer entero a besos. Y tú tienes que adorar mi cuerpo, tu gigante”, registró ella en un diario íntimo, que hace pocos años salió a la luz pública, con un detalle revelador: tenía más de 2000 páginas escritas por ella.
En dicho diario, también le confesaba sus andanzas, como cuando pasó la noche con Alice de Fonseca Pallottelli, ex novia con quien tuvo dos hijos ilegítimos. Le relató que “Lo hice. No la había visto antes de Navidad. No creo que haya cometido un crimen. Sólo estuve doce minutos con ella, fue algo rápido, ¿a quién le importa?”. Y así, cientos y cientos de páginas de un amor que no hacía sino encarnar la tragedia de los amantes: vivir siempre separados.
La última carta que ella le escribió, unos meses antes de ese abril de 1945 fue anunciadora “nací para ti y terminaré a tu lado”. Un par de horas después de haber sido fusilados fueron llevados sus cuerpos a la plaza Loreto de Milano. Los colgaron en el techo de una gasolinera con la cabeza hacia abajo, expuestos al público para que se ensañaran con ellos. El cuerpo de Mussolini fue desmembrado y enterrado, junto con el de Petacci, en el cementerio de Musocco en Milano. De donde fueron robados un año después.
Su muerte le sirvió a su comparsa, Adolfo Hitler, para tomar precauciones de última hora: después de suicidarse junto con su esposa, Eva Braun, ordenó quemar sus cuerpos con la gasolina que queda en La Cancillería del Tercer Reich.
Mussolini y Hitler murieron con un día de diferencia, cada cual junto a su amante y esposa, respectivamente

