No hay historiador del pasado, descontando a Diana Uribe y a Alfredo Molano (que en realidad, y aunque no lo sepan, son cuentistas, uno bueno y otro malo) más despreciado por los historiadores colombianos de hoy que Leopold von Ranke.
Leopold von Ranke, como todo sabio de la antigüedad, escribió innúmeros mamotretos, todos de más de quinientas páginas y todos sin falta titulados de manera taquillera e incendiaria: Die römischen Päpste in den letzen vier Jahrhunderten (Los Papas romanos de los últimos cuatro siglos), Geschichte der romanischen und germanischen Völker von 1494 bis 1514, (Historia de los pueblos románicos y germánicos entre 1404 y 1514), Weltgeschichte - Die Römische Republik und ihre Weltherrschaft (Historia universal: La República romana y su imperio mundial, 2 tomos).
Pero aunque todos esos libros le quedaron sin duda muy bien, Ranke cometió un error fatal, que es el que comete todo el que escribe un libro ignorando que dos siglos después será leído en Colombia: dijo una frase célebre. Entonces, como es inevitable, nuestros doctos historiadores evitaron minuciosamente leerse los dichos trancos y en cambio leyeron la frase célebre, y además de leerla, la interpretaron, y ahí empezaron todos los problemas que hoy tienen a la academia de historia sumida en el más conmovedor de los delirios.
La frase célebre iba dirigida a los historiadores de su época, hegelianos jacobinos, y decía así: “Hay que saber lo que verdaderamente pasó”. En realidad la frase era un poco más larga, pero esta fue la parte que sobrevivió al implacable machete de los comentaristas españoles. Hay que saber lo que verdaderamente pasó. Y nada más: una frase a primera vista de lo más sensata, casi bordeando con la tautología. ¿Si los historiadores no se dedican a saber lo que verdaderamente pasó, entonces a qué se dedican? ¿A saber lo que falsamente pasó? ¿A saber lo que verdaderamente no pasó? Esta segunda posibilidad, bien mirada, no sería tan grave, pues no es otra cosa que la literatura misma: la narración verdadera de lo que no pasó.
Lo cierto, sin embargo, es que nuestros historiadores rechazan la frase no porque pretendan dedicarse ni a lo que falsamente pasó, ni a la literatura, lo que sería sin duda un alivio para nosotros los lectores. La frase la rechazan, y la ponen como ejemplo de todo lo que no hay que hacer cada vez que tienen la oportunidad de hacerlo, e incluso cuando no la tienen, en sus clases, porque a lo que ellos realmente se dedican, es saberlo todo sobre lo que no hay que saber, a saber cómo es que se debe saber, y cómo se debe no saber lo que no se debe saber para poder llegar de ese modo a saber lo que se debe saber, sabiendo lo que no se debe con el fin de no saberlo, y llegando, finalmente, y aunque parezca mentira, a no saber nada de nada.
Las clases de historia en Colombia, con escasísimas excepciones, consisten en anunciarles a los impávidos estudiantes que eso de saberse las fechas y los nombres es cosa del pasado, “de las épocas de Ranke y esos otros”, se atreven a decir, cuando aún no aprendían a hacer historia bien hecha, es decir, a postergar infinitamente el sentarse y hacerla. Entonces pasan a hablar de cómo la escuela de los Annales dio el giro del individuo, y de cómo unos años después vino el giro lingüístico, y de cómo la escuela gringa comporta otro giro más, y así, de giro en giro, marean a los estudiantes hasta que estos sueltan lo de la matrícula del siguiente semestre. Bueno, no es que sean malvados, sino que una vida entera de giros y giros los ha dejado un poco atolondrados a ellos también.
Lo que Ranke quiso decir con esa frase célebre que tanto le ha costado, era justamente que la historia humana es demasiado compleja para poder explicarla con una sola teoría. En contexto, Ranke le hablaba a una escuela de historiadores a él contemporáneos creyentes en la fantasía hegeliana de una idea subyacente al mundo entero, que guía su historia a voluntad. Para Ranke, la única postura sensata del historiador, un mero humano, era estudiar las fuentes antes de afiliarse a una u otra interpretación filosófica (por eso entre sus detractores más feroces estaba claro que Marx) y tratar de buscar las tendencias generales del comportamiento de las personas de esa época en la época misma, en sus creencias, en sus fantasías. “Buscar el jeroglífico sagrado –recomendaba Ranke en otra frase que lastimosamente no alcanzó la fama tropical-, con un ojo puesto en lo universal pero ejercitando a la vez el placer de lo particular”, una frase que hacía de la historia una práctica taumatúrgica, de espíritu más renacentista que ilustrado, como todo subgénero de la literatura debería ser, y como bien lo sabe el sabio profesor Fazio, último bastión del sentido común en la historiografía colombiana.
Pero esa no es la historia que se enseña hoy, por lo menos en nuestras universidades, en las clases de esos historiadores que tanto recuerdan a los personajes de ese cuento de Poe llamado El método del Profesor Tarr y el Doctor Feather, locos en un manicomio a los que un día les da por encerrar a los doctores en un clóset, ponerse sus ropas y sentarse en la mesa de los grandes a jugar al director. En el closet, atados de manos y pies, están Ranke y Burckhardt y Herder y Renan, y en realidad también Duby, Le Goff y Huizinga, y en la mesa de los cuerdos están nuestros docentes, con unos sacos anticuados que les quedan grandes, jugando a Fernand Braudel.
Curiosamente, cuando el protagonista del cuento de Poe, un estudiante invitado al manicomio para hacer su práctica universitaria, se da cuenta de que algo anda mal con esos profesores que de tanto en tanto sueltan incoherencias y se rascan la cabeza mutuamente, decide llamar a un amigo, que al oír con detalle la situación, afirma con convicción: aquí hay que saber lo que verdaderamente pasó.
Leopold von Ranke
Mié, 23/05/2012 - 04:31
No hay historiador del pasado, descontando a Diana Uribe y a Alfredo Molano (que en realidad, y aunque no lo sepan, son cuentistas, uno bueno y otro malo) más despreciado por los historiadores colomb