En el capítulo LI de la segunda parte del Quijote, el doctor Pedro Recio le cuenta a Sancho Panza una historia que encierra un acertijo:
—Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío, y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso... Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna». Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa.
Entonces el doctor le preguntó a Sancho qué creía que debían hacer los jueces, si dejar pasar al hombre o ahorcarlo. La respuesta del buen Sancho Panza, lamentablemente, era poco practicable:
—Digo yo, pues, agora —replicó Sancho— que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje.
El problema, como más tarde se da cuenta Sancho Panza, no tiene solución, pues está modelado sobre la paradoja de Epiménides, que era cretense. Si al hombre lo dejan pasar, entonces no ha dicho la verdad, y tendrían que haberlo colgado. Si lo cuelgan, en cambio, habría dicho la verdad, y en ese caso tendrían que haberlo dejado pasar.
En la época de Cervantes eran muy populares los juegos de lógica de este estilo, basados en las paradojas de Zenón, el griego, y aunque Cervantes lo incluye con una intención bastante evidente, muchos han leído en estas líneas una referencia metafórica a su propia situación como escritor. En principio, el doctor Pedro Recio le propone el acertijo a Sancho Panza para ver si sus condiciones mentales están en buen estado, y en caso de que no lo estén, para entrenarlas. Más allá de eso, el capítulo propone uno de los tantos juegos con el lector que se dan en el Quijote, y que Cervantes usa para asegurarse una lectura activa de su obra de la que dependerá en capítulos posteriores para su comprensión.
Cervantes era un escritor dueño de su lenguaje, ducho en el manejo de varios recursos literarios, y sin embargo, casi paradójicamente, no es un escritor que escribiera muy bien, en el sentido estrecho y gramatical de la palabra. Como tantas veces lo dijo Borges, Quevedo habría podido corregir cualquier página de El Quijote, pues su dominio de las formas y los secretos del español era inmensamente mayor. Sin embargo, y aquí radica la paradoja, nada habría ganado el Quijote de haber sido corregido por Quevedo, y en cambio habría perdido seguramente gran parte de su gracia. En efecto, el encanto del Quijote no es su uso magistral del español, sino todo lo contrario, el uso de un español a veces precario y a veces simplemente torpe, pero siempre genuino, y siempre verdadero, con el que Cervantes logra reproducir en el lenguaje mismo la precariedad y la torpeza que hacen del Quijote, el personaje, un viejo tan vivo y tan eternamente entrañable.
Al escribir el Quijote, cervantes sabía muy bien que su domino del español no le habría garantizado bajo ninguna circunstancia la aprobación de la crítica y de los escritores y lectores de su época, ya bien acostumbrados a ahorcar al que no dijera la verdad. Por eso, desde la primera frase, el Quijote está escrito de una forma tan sorpresiva como lo fue para los jueces de ese puente oír al que llegó declarando que venía a que le cortaran la cabeza. El Quijote es todo él esta misma declaración, y por eso tomó a los jueces literarios por sorpresa. Si le cortaban la cabeza, habrían tenido que dejarlo pasar, pues él se les había adelantado en su juicio. Pero si lo dejaban pasar, tendrían que haberle cortado la cabeza, pues no se merecía pasar a formar parte de las letras españolas con maestros de la lengua como Quevedo y Góngora. Entonces los jueces, como supongo que hicieron los de la historia del médico, no hicieron nada más que quedarse ahí parados mirando perplejos al extraño visitante, y de alguna manera, los lectores del Quijote llevan ya más de medio milenio exactamente así, mirando boquiabiertos el Quijote sin saber qué hacer con él.

