Hemos visto esta escena antes. En imágenes borrosas de archivo, en páginas de libros de historia, en las miradas dolorosas de quienes aún no entienden por qué un país permitió que sus líderes fueran asesinados por pensar distinto. Pero esta vez no fue un video de los años noventa ni una crónica del pasado: fue un sábado cualquiera, en una esquina de Bogotá, cuando un joven de quince años disparó contra un senador y precandidato presidencial. Miguel Uribe Turbay cayó herido, pero lo que verdaderamente se desplomó fue algo más profundo: la ilusión de que ya habíamos superado la violencia política como forma de resolver diferencias.
El atentado no es un hecho aislado ni un accidente en medio de la campaña. Es una alerta. Una señal de que los demonios del pasado siguen presentes, disfrazados, activos. Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro: tres candidatos presidenciales asesinados, tres muertes que marcaron la conciencia del país. Tres caminos truncados por pensar distinto. Hoy, esa historia resuena como tragedia.
Creíamos que las balas habían salido del debate, que las urnas habían reemplazado al miedo. Nos equivocamos. Lo ocurrido con Miguel Uribe devuelve a la política su rostro más oscuro: el del riesgo, la sospecha, el silencio obligado. Más grave que el disparo es el entorno que lo permitió: una cultura saturada de odio, una retórica que convierte al adversario en enemigo, una ciudadanía que se ha acostumbrado a la amenaza.
Colombia ha sembrado durante años esta tormenta. Las redes como trincheras, los discursos como armas, los liderazgos entre el grito y el silencio. Así, desmontamos los límites simbólicos de la democracia. Las ideas ya no se confrontan: se eliminan. El contradictor ya no se escucha: se cancela. El debate ya no construye: destruye. En ese terreno movedizo, prevaleció el odio y se silenciaron las ideas.
Puede sonar abstracto, pero es profundamente real. Lo que vemos no es una simple crisis de seguridad: es una erosión de los principios que sostienen la convivencia. En una Colombia donde se dispara antes de argumentar y se amenaza antes de dialogar, lo que predomina ya no es el intercambio de ideas, sino la imposición del miedo.
¿Qué país estamos construyendo si un menor de edad dispara contra un senador? ¿Qué narrativa le estamos dejando a las nuevas generaciones? Este atentado exige más que condenas rápidas. Exige una revisión profunda de cómo hemos permitido que la política vuelva a ser campo de guerra.
La violencia no siempre tiene traje. A veces llega como broma, como meme, como discurso irresponsable, y aunque las balas las dispare uno, el odio lo compartimos muchos. Esta columna no es solo una denuncia. Es una advertencia. No podemos volver al tiempo en que pensar distinto era una sentencia. No podemos tratar la violencia como si fuera ajena cuando nace desde adentro.
Aún hay caminos. Uno: un pacto político y ciudadano por el respeto, sin ambigüedades. Dos: una reforma a los esquemas de protección con enfoque en inteligencia que incluya una unidad especializada en análisis de riesgo político y tecnología predictiva, para prever amenazas con base en patrones de polarización y violencia. Tres: una pedagogía democrática real, desde las escuelas y los medios, que enseñe que la diferencia no es una amenaza.
Y finalmente: cambiar el relato. Contamos demasiadas veces nuestra historia desde la violencia. Es hora de narrarla desde la posibilidad. Volver a escribir a Colombia desde la razón y el encuentro, no desde el odio visceral.
A Miguel Uribe le dispararon en el cuerpo, pero el blanco fue la democracia. Recuperarla exige más que indignación momentánea: exige liderazgos éticos, ciudadanía activa y valentía para proteger las ideas.
El país enfrenta una encrucijada decisiva: seguir anestesiada ante la violencia o reconstruir su democracia. Ojalá elijamos lo segundo. Porque si no, perderemos más que un candidato: perderemos el alma democrática que aún está por escribirse. Aún tenemos la oportunidad de corregir el rumbo, antes de que el silencio se vuelva costumbre y la violencia, norma.