Fue la tarde del viernes. Seis balas alcanzaron las hélices de los rotores principal y de cola del Sikorsky UH-60 Black Hawk que transportaba desde Sardinata a Cúcuta al Presidente de la República, los Ministros de Interior y Defensa, Daniel Palacios y Diego Molano, el gobernador de Norte de Santander, Silvano Serrano, el senador Ernesto Macías y a la tripulación de la Fuerza Aérea; seis balas presumiblemente disparadas desde dos fusiles encontrados en la capital del departamento fronterizo: un AK-47 y un FAL 7,62, este último con marcas de las Fuerzas Armadas de Venezuela. Ese atentado contra las vidas del Jefe de Estado y el resto de sus acompañantes, del que por fortuna salieron ilesos, fue un ataque contra la democracia y contra toda Colombia, porque Iván Duque no llegó al poder por un golpe de Estado sino por decisión de la mayoría de los colombianos y porque él, por mandato de la Constitución, representa la unidad nacional.
El hecho no ocurrió durante días fáciles ni en un lugar pacífico. No.
El tiempo
La tentativa de asesinar al mandatario para causar una crisis institucional profunda llegó casi dos meses después de iniciado un paro que ha desembocado en una innegable espiral de violencia y destrucción económica, la misma semana en que el ELN anunció un cambio en su comandancia y mostró su capacidad criminal incendiando el peaje Llanos de Cuibá, ubicado en el norte antioqueño en la vía nacional que comunica al Caribe.
La agresión que pudo terminar en magnicidio sucedió casi tres años desde que le advirtieron al país que la oposición al gobierno sería, como en efecto ha sido, hostil y permanente, y casi cinco después que se firmara el pacto Santos-Farc, acuerdo de impunidad rechazado por la ciudadanía por el cual el nobel aceptó que criminales de guerra hoy sean congresistas, sin haber pagado un solo día en prisión y den lecciones de moral desde el Capitolio Nacional, el derroche en burocracia innecesaria que insulta a las víctimas y que se requieren “medidas y ajustes normativos necesarios” para garantizar “la movilización y la protesta pacífica”. Para justificar su violencia, el terrorismo sabe que debe convencer al mundo de que Colombia no es una democracia.
La tentativa criminal se produjo, además, poco antes que la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de los Estados Unidos afirmara, contradiciendo al Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas, que el área sembrada con coca y la producción de cocaína en Colombia, motores financieros de la violencia, alcanzaron en 2020 nuevas marcas históricas: 245 mil hectáreas y 1010 toneladas métricas.
El espacio
El helicóptero venía de Sardinata, uno de los municipios del Catatumbo, región conformada por once municipios nortesantandereanos que produce alrededor del 20% de la cocaína colombiana y es, de acuerdo con Naciones Unidas, la única zona del país en que han crecido los cultivos de coca y la producción de clorhidrato de cocaína –se calcula que aproximadamente 223 toneladas de la droga salen cada año de esa parte de Colombia y Tibú ocupa el primer puesto a nivel nacional en cultivos ilegales. Es un territorio asediado por el ELN, disidencias de FARC, carteles mexicanos (Jalisco Nueva Generación y Sinaloa), Los Pelusos, el Clan del Golfo, Los Rastrojos y otros grupos armados organizados que siembran terror. Pero las balas se dispararon en Cúcuta, tristemente también alcanzada por la coca en sus zonas rurales, igual que El Zulia, al otro lado de la frontera.
Y así llegamos a otro punto que no es menor: Venezuela. El episodio que desde el viernes ha sido rechazado por los demócratas del mundo, porque ha sido noticia global, tuvo lugar en un departamento cuya capital es paso de la principal ruta que comunica con Venezuela, país con el que tenemos nuestra frontera terrestre más extensa (2219 kilómetros) y del que han venido más de dos millones de migrantes huyendo de una dictadura tiránica. Maduro ha suprimido la disidencia, se ha aliado con gobiernos autoritarios del continente, ha provocado una hiperinflación que ha llevado al hambre a su propia población a pesar de ser dueña de la mayor cantidad de reservas de petróleo en el planeta y, lo más grave para Colombia, ha apoyado al narcoterrorismo que atenta contra los derechos de los colombianos y el orden democrático que garantiza la libertad.
En este contexto hay que ubicar los cobardes disparos, en aproximaciones al aeropuerto de Cúcuta, de quienes creen en llegar al poder a través de fusiles en lugar de votos, o de quienes creen que con esa acción atemorizarían a un Gobierno resuelto a combatir todas las formas de delincuencia. Porque lo más probable es que los disparos contra nuestro Gobierno hayan sido ordenados o ejecutados por terroristas o narcotraficantes; criminales socios en del delito.
Lo más seguro es que narcoterroristas sean los responsables, no conspiradores de un auto-atentado que solo cabe en la mente enferma de quien es capaz de victimizarse mientras simpatiza, alienta, financia y dota, con cinismo, a un grupo que enfrenta a la Fuerza Pública, devasta la vida productiva y con ello empresas y empleos, y bloquea vías apagando vidas. Ante el terror, ante la amenaza a nuestros derechos, solo puede existir una respuesta: autoridad y seguridad democráticas. ¡Adelante, señor Presidente!
Encima. Más que consultar sobre “puntos de referencia”, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional debería recordar que su punto de referencia más importante es el Estatuto de Roma, el tratado que promete que “los crímenes más graves […] no deben quedar sin castigo” y “poner fin a la impunidad de los autores de esos crímenes”.