Lao Tzu nos aconsejó “estar conscientes cuando las cosas estén fuera de equilibrio”. Mi pregunta es ¿acaso lo estamos? Ante el eterno regreso del fanatismo y sus excesos ¿somos capaces de responder este reto y exponer sus peligros?
Mucho antes de los eventos de “Avatar: El Último Maestro Aire”, el equilibrio de este universo ficticio era sostenido por una figura ancestral que controlaba los cuatro elementos y mediaba los conflictos entre los pueblos. En el momento en que la Nación del Fuego descubrió las infinitas posibilidades de su industria, declaró la guerra a los otros países, sometiendo cada territorio mediante la violencia. En esa ocasión, el Avatar desapareció, pero los excesos y la sensación de supremacía de la Nación del Fuego prevalecieron. Obligados a cerrar sus fronteras y proteger a sus ciudadanos de una potencia que no perdona, los otros países se desintegraron, formando periferias en las que ni siquiera llegaba la autoridad militar o religiosa.
“Avatar” toma ciertas enseñanzas de la filosofía oriental para hacernos entender que ese mundo está sangrando. En este contexto, aparece la nueva reencarnación del Avatar. Aang, un niño de doce años y maestro aire requiere aprender los demás elementos si quiere vencer a la Nación del Fuego. Con la compañía y ayuda de Katara y Sokka, dos jóvenes de una tribu periférica devastada por la guerra, Aang viaja al Polo Norte para aprender la disciplina del agua. Durante su viaje, los tres chicos son testigos de la crueldad de la guerra, las consecuencias de una masculinidad nociva y una desesperanza inmensa.
Muchas series animadas tienen como fórmula colocar a sus personajes en “la aventura de la semana”; en “Avatar”, los personajes se trasladan de pueblo en pueblo y aprecian tanto la resiliencia de cada comunidad como las cicatrices que está dejando la guerra en sus corazones. Aang, quien estuvo congelado en un iceberg durante cien años, se enfrenta a ser el único superviviente de un genocidio. Pese a que recibe consuelo de una nueva familia, Aang se aferra con fuerza a Appa y Momo, los únicos animales que le recuerdan su hogar por ser insignia de una cultura pacífica destruida por la violencia. En contraste, en otra parada, el grupo se deja encantar por los valientes esfuerzos de un joven rebelde capaz de derrotar escuadrones completos de la Nación del Fuego, con la ayuda de otros huérfanos. No obstante, Jet es vengativo y planea terribles acciones para lograr sus metas aun sabiendo que puede dejar sin hogar a inocentes.
Los primeros episodios también introducen complicadas dinámicas de género. En la isla Kyoshi, por ejemplo, las mujeres son las que ejercen el rol de vigilancia y defensa de la comunidad. Cuando Sokka, un chico que quiere verse a si mismo como un guerrero superior solo por ser hombre, se enfrenta a las destrezas de este grupo, decide dejar atrás su soberbia para solicitar su entrenamiento, incluso portando sus vestidos de batalla. Otras mujeres en la historia son aisladas por talentos que solo pueden desarrollar los hombres de su comunidad. A Katara, después de acompañar a Aang al Polo Norte para aprender el agua-control, se le niega la oportunidad de ser educada, y se le deriva a demostrar su valor en destrezas como la enfermería. Llena de rabia, Katara tiene que hacer el doble de trabajo para demostrar su talento al maestro Pakku, quien termina comprendiendo las posibilidades de una mujer emancipada, al ver lo diferente que es Katara por ser la nieta de una.
Durante la primera temporada de “Avatar”, la glorificación del hombre a través de la violencia tiene grandes consecuencias que se ven reflejadas en los antagonistas. La ambición de la Nación del Fuego resulta en una idea de supremacía que deshumaniza a los soldados: el general Zhao está obsesionado con ser reconocido por las generaciones futuras por haber contribuido al dominio de los demás pueblos, incluso destruyendo los recursos naturales que le dan estabilidad al propio. Otros se empoderan mediante la ira para otro tipo de ganancias como el Príncipe Suko, quien pasa veinte episodios persiguiendo a Aang y sus amigos para poder regresar a casa con un botín y recuperar el afecto de su padre. Destruyendo pueblos enteros y presionando a los miembros de su guardia personal, las acciones de Suko no parecen darle la satisfacción que necesita, solo le demuestran que tal vez se está convirtiendo en alguien que no es en realidad.
Del mismo modo, Aang se enfrenta a grandes expectativas. Es solo un chico, no un adulto omnipresente capaz de acabar con un gobierno totalitario. Si bien el mundo entero espera ser aliviado por el regreso de la paz, Aang inicialmente solo quiere divertirse, viajar y... ¡ser un niño! Su llamado a la aventura, es más un llamado hacia la empatía, y sentir que puede ayudar a las comunidades que tanto ve sufrir. Lo más bonito de esta primera tanda de episodios es que, pese a la duda que siente Aang y que todavía no tiene los talentos necesarios para vencer al señor del Fuego, sus acciones ejercen un gran efecto en las personas con las que interactúa. Puede que el mundo esté ardiendo, pero su llegada no inspira a estas personas a esperar un Mesías, sino a tomar un papel activo en devolver el equilibrio moral y espiritual al mundo pese a las consecuencias de la guerra y las diferencias culturales.
La voluntad de los personajes en “Avatar” es enfrentada a varios retos que van desde el totalitarismo hasta la segregación dentro en las comunidades más
diversas. La inocencia de Aang, en este momento de su historia, no asegura la restauración del equilibrio en la vida de estas personas, pero les regresa algo tan fluido, blando y flexible como el agua: esperanza. Lao Tzu decía que lo blando es fuerte pues “desgastará la roca que es rígida y no puede crecer”...
El camino de Aang continúa... en la siguiente reseña...