Cristina Plazas Michelsen

Abogada y columnista. Ha desempeñado cargos destacados como directora del ICBF, edil de Chapinero, concejal de Bogotá, alta consejera presidencial para la Mujer, secretaria privada de la Presidencia y secretaria del Consejo de Ministros. Se ha distinguido por su compromiso con la defensa de los derechos de la niñez y las mujeres, así como por su postura firme contra la corrupción y la improvisación en la política.

Cristina Plazas Michelsen

Callar es tomar partido

La Asamblea General de Naciones Unidas era el escenario más solemne y preciso para que el presidente Gustavo Petro demostrara que entiende lo que significa la democracia. Allí tenía la oportunidad de enviar un mensaje claro: que Colombia no permitirá que los narcoterroristas vuelvan a silenciar la política, como lo hicieron en las décadas más oscuras de nuestra historia.

Pero Petro guardó silencio. Y en política, el silencio nunca es neutro: siempre es un mensaje. En contraste, el presidente de Paraguay, Santiago Peña, tuvo la dignidad de nombrar a Miguel Uribe y condenar su asesinato. Que un jefe de Estado extranjero reconociera la gravedad de este crimen mientras el mandatario colombiano lo omitía, dice mucho más que cualquier discurso.

Porque no fue un homicidio común: el asesinato de Miguel Uribe fue un crimen político, un acto para silenciar a quien pensaba distinto y eliminar a un adversario. Miguel era un joven promisorio, estudioso, honesto, con toda una carrera política por delante. Representaba a una nueva generación que quería servirle a Colombia desde la transparencia y la decencia.

Y así como Pablo Escobar mandó a asesinar a su madre, también a él lo mataron los narcoterroristas. Los mismos que hoy han vuelto a ganar territorio bajo un gobierno que repite los errores de aquellas épocas oscuras, cediendo espacios y poder como si la lección no estuviera escrita con sangre.

Cuando matan a un candidato presidencial, la democracia recibe una herida profunda. Se quiebra la confianza ciudadana, se siembra miedo entre quienes quieren participar en política, se transmite el mensaje de que disentir o aspirar puede costar la vida. Un magnicidio no es un hecho aislado: es una agresión directa contra el Estado social de derecho y contra la legitimidad del voto.

La herida se agranda cuando, además, se ignora en la tribuna internacional. En vez de liderar un llamado contra los violentos, Petro eligió callar. Y peor aún: en su discurso, minimizó al Tren de Aragua reduciéndolo a “delincuentes comunes”, y prefirió culpar a Estados Unidos y al bloqueo económico de la tragedia venezolana. En lugar de responsabilizar al régimen de Nicolás Maduro por haber destruido la democracia y permitido que estas estructuras criminales crecieran desde su territorio, el presidente colombiano trasladó toda la culpa a Washington. Así, no solo guardó silencio frente a nuestros muertos, sino que además ofreció un guiño tácito a una dictadura que ha expulsado a millones de personas y convertido a Venezuela en un Estado fallido.

Y mientras el presidente hablaba de Gaza y repartía culpas sobre el negocio mundial del narcotráfico, ocultando la magnitud de la crisis en Colombia, guardaba silencio frente a la tragedia del Catatumbo. Allí se vive la peor emergencia humanitaria de las últimas tres décadas: más de 92.000 personas afectadas, cerca de 58.000 desplazadas de sus hogares, más de 27.000 confinadas y alrededor de 46.000 niños por fuera de las aulas.

A eso se suman más de 9.400 incidentes de victimización, un aumento del 145% en los ataques con explosivos, más de 2.500 desaparecidos y cientos de asesinados. Mujeres víctimas de violencia sexual como arma de guerra, familias enteras destrozadas, comunidades sometidas al miedo.

Y ni una sola palabra del presidente; pareciera que los muertos en Colombia no le importaran porque no le generan el mismo show internacional.

Ese silencio duele, pero duele más lo que revela: un gobierno que ha otorgado gabelas a los violentos, ceses al fuego sin verificación alguna, concesiones que les han permitido ampliar su dominio territorial. Un gobierno que nombra “gestores de paz” para garantizar impunidad, como si la justicia fuera un favor político. Todo confirma que el pacto de La Picota no fue una fábula: fue una realidad. Y con ese pacto fueron ellos —los violentos— quienes ganaron hace cuatro años.Cerrar

Bajo ninguna circunstancia podemos permitir que en 2026 los violentos regresen al poder. La democracia no puede rendirse ni claudicar ante el miedo ni aceptar que la violencia vuelva a dictar el rumbo de Colombia.

Petro podrá guardar el silencio que quiera, pero Miguel Uribe vive. Vive en Alejandro, su hijo; vive en el corazón de quienes creemos en la democracia; y vive como símbolo de lo que jamás podemos permitir que vuelva a suceder en Colombia.

¡Miguel Uribe vive!

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Cristina Plazas Michelsen
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