El gran problema de Gustavo Petro es que lo único que le genera satisfacción es la revuelta, el caos y el radicalismo.
Tan absurdo es Petro, que ni siquiera una causa justa —la solidaridad con los civiles inocentes de Gaza— pudo mantenerla en unidad nacional. Hizo lo único que sabe: convertirla en confrontación y división.
Petro jamás debió ser presidente. Y no solo por su incapacidad, su desidia y su pereza, sino porque él mismo lo ha dicho: la presidencia lo aburre, los salones de Palacio le pesan, las formalidades lo cansan. Los que hemos pasado por allí sabemos que no hay tiempo ni siquiera para sentir frío: cada minuto hay un problema, una crisis, una decisión. Pero Petro, en vez de gobernar, duerme, se esconde o se pierde en visitas personales. Hasta su propio excanciller Murillo confirmó que cuando estalló el primer choque diplomático con Estados Unidos, Petro simplemente no apareció.
Lo suyo no es gobernar, lo suyo es la revuelta. Le gustan las manifestaciones donde hay vándalos; las pacíficas, las que hacemos los colombianos con sentido de país, no le producen emoción porque no hay desorden. Para él, un joven vale si lanza piedras o papas bomba, no si estudia o emprende. Estoy segura de que preferiría estar echando piedra con la Primera Línea que sentado en una reunión de trabajo.
Y no lo digo al aire: lo confirman sus discursos, donde siempre enaltece la rebeldía y romantiza al M-19, un grupo criminal. Envía a los jóvenes un mensaje nefasto: la violencia como camino, el caos como virtud. Porque Petro no aguanta la calma, necesita estar en conflicto. Muchos de los proyectos que presentó en el Congreso sabían de antemano que fracasarían, pero ese era el plan: que hubiera pelea, que hubiera gritos, que hubiera “pueblo en las calles”. Concertar para él es perder. Su paz está en la agitación.
No quiere la paz total. Si la quisiera, no daría pasos diarios para erosionar el ánimo de los colombianos y dividirnos. La narrativa de Petro no solo es peligrosa: es empobrecedora. Nos devolvió a una lucha de clases que Colombia ya había superado. Según él, todos los empresarios son explotadores y todos los pobres, mártires. Como si no existieran miles de colombianos que, desde abajo, con esfuerzo y sin ayuda del gobierno, han construido empresas, gremios y liderazgo social. Petro los borra de la historia porque su discurso necesita enemigos.
Por eso no rechaza lo que debería repudiar: no condena al grupo terrorista de Hamás, no repudia los halagos que este le ha hecho y ya van dos veces que guarda silencio. Al contrario, se atreve a publicar una foto enviada desde Yemen con carteles que claman la muerte de América y de los judíos. En cambio, cuando se trata de estigmatizar a la ANDI es el primero en apuntar: ya vimos negocios de judíos incendiados, CAI atacados y calles convertidas en trincheras. Para encender la confrontación nunca le falta voz; pero para rechazar la exaltación de un grupo extremista, se esconde en un silencio cómplice.
La pequeñez de Petro es tal que no descansó hasta lograr una sanción de Estados Unidos. Un país que apenas lo registra, pero que cuando un presidente viola su ley responde con castigos. Y a Petro no le importa: necesita enemigos extremos para desviar la atención de lo que sí debería ocuparlo en Colombia: la corrupción de su gobierno, el desgobierno y la inseguridad. Con tal de que hablen de él, así sea porque le quitan la visa, se da por satisfecho. Esa ha sido siempre su estrategia: victimizarse. Como no tiene la capacidad de grandes logros, se aferra al papel de perseguido. Se convence de que lo engrandece que sancionen al país, aunque en realidad eso signifique hundir a Colombia.
La verdad es simple: Petro nunca debió dejar el monte. Fue allí donde se sintió realizado: en la trifulca, en la agitación, en la oscuridad. Gobernar no es lo suyo. Lo suyo es incendiar.