No siempre es el ruido de los disparos lo que sacude a una sociedad. En ocasiones, basta un susurro repetido miles de veces para que se convierta en un eco ensordecedor. No es el hecho en sí, sino la historia que se cuenta sobre este lo que moldea nuestro miedo. En el país, como en muchas partes del mundo, estamos aprendiendo que la inseguridad no solo se experimenta en las calles, sino que se determina en las palabras elegidas para describirla. En seguridad, tan peligroso como un delito es el discurso que lo convierte en catástrofe.
No se trata de negar la inseguridad, sino de analizar su impacto en la psique social. Por supuesto, los niveles de inseguridad son reales y el país soporta violencia, homicidios, hurtos y masacres. Sin embargo, el miedo no siempre brota de los datos, sino de las narrativas. Así lo explicó el sociólogo alemán Ulrich Beck en Risk Society: “La percepción del riesgo es, en muchos casos, más decisiva que el riesgo mismo”. Vivimos en una sociedad donde el riesgo más allá de una amenaza objetiva, es una construcción cultural. El mundo contemporáneo teme lo acontecido e imagina aquello que podría ocurrir, y ese miedo anticipado, ese “riesgo social” es hoy la materia prima de discursos políticos y mediáticos.
Observemos las siguientes situaciones: ocurre un sicariato y los titulares y redes sociales comienzan a hablar de una “guerra urbana”; un video viral de un atraco filtra la idea de que “nadie está seguro en ninguna parte”. Son hechos trágicos, sin duda, aunque no representativos de la tendencia general. En los mismos meses en que los titulares gritaban “ola de atracos”, las cifras oficiales mostraban descensos en varios tipos de hurtos en ciudades principales. Aun así, la narrativa de violencia desmedida imperó. Nuestra mente registra aquellos hechos o situaciones de mayor intensidad emocional. El sesgo de disponibilidad nos convence de que lo raro es frecuente, y así, un crimen excepcional se transforma en sinónimo de cotidianidad, y lo anecdótico se convierte en regla.
Esas narrativas son imanes poderosos. Expresiones como “esto nunca se había visto”, “estamos peor que nunca”, o “Colombia está fuera de control”, no informan: dramatizan. Transforman sucesos puntuales en la sensación de estar siempre al borde de un colapso. Son palabras que trazan mapas de miedo en la mente colectiva, y cuando creemos que todo está por estallar, exigimos respuestas inmediatas y drásticas. Nadie se atreve a objetarlas por miedo a parecer indiferente o cómplice. Sin embargo, lo paradójico es que esas políticas, diseñadas para calmar la ansiedad social, a menudo perpetúan el ciclo de miedo. Una sociedad blindada es también una sociedad atemorizada.
El costo de este tipo de directrices no es solo presupuestal o político, es humano. Las narrativas alarmistas, sin importar de dónde procedan, dividen, estigmatizan, etiquetan. La desconfianza se hace regla. Crecen los controles arbitrarios, los abusos, la discriminación, y en vez de reducir el delito, se multiplican el resentimiento, el miedo y la distancia entre ciudadanía y Estado. El relato del miedo destruye los hilos de confianza que sostienen la vida colectiva y la desinformación crea mundos paralelos, donde la sensación de amenaza se estima tan real como la amenaza misma.
¿Significa esto que debemos callar los problemas? Claro que no. Nombrar la inseguridad es necesario. Ignorarla sería irresponsable. Por eso es imprescindible hacerlo con mesura y objetividad. Incendiar la percepción pública por ansias de rating, impacto político o espectáculo mediático contamina a la sociedad. La seguridad es también cuestión de lenguaje. Lo que decimos sobre el crimen crea la atmósfera emocional en la que vivimos, y si está saturada de catástrofes, terminamos habitando un país más temido de lo que realmente es.
Necesitamos construir una cultura de seguridad basada en evidencia. Gobernar con datos, no con miedos. Debatir con cifras, no con eslóganes. Evaluar políticas con rigor, no con aplausos fáciles. En seguridad, tan peligroso como un delito es el discurso que lo convierte en catástrofe.
Una narrativa de seguridad objetiva implica reconocer el dolor de las víctimas y distinguir entre lo puntual y lo estructural. La verdadera seguridad se construye con datos, con justicia, con confianza, y con la valentía de contar la realidad sin convertirla en espectáculo. La seguridad integral se consolida con la actuación efectiva de las fuerzas del orden y la decisión inquebrantable de narrar el país con serenidad y verdad.