Carlos Salas

Arquitecto de la Universidad de los Andes. Estudio Arte en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París.

Carlos Salas Silva

Efecto Trump

Lo ocurrido recientemente en Chile obliga a hacerse una pregunta incómoda pero necesaria: ¿qué tanto influyó el regreso de Donald Trump en este giro electoral? Su ofensiva contra el crimen transnacional -que tiene como uno de sus principales objetivos al llamado Cártel de los Soles, responsable de la ruina total de Venezuela- ha comenzado a reconfigurar el tablero político de América Latina como lo vemos con las más recientes elecciones.

Colombia no es en nada ajena a esa tendencia. Lo sucedido en Chile anticipa con claridad el tipo de debate que ya empieza a tomar forma en las campañas electorales colombianas desplazándose de la pura cháchara ideológica que justifica ante el electorado las propuestas más ridículas que -como ya conocemos de sobra con quien hoy usurpa el poder- tiene efectos catastróficos para el país. Así mismo ocurrió en Chile donde la ceguera de los ciudadanos ante esos discursos desgastados, pero todavía convincentes para aquellos que pretendieron, hace cuatro años, con sus votos retomar lo que décadas atrás quedó enterrado con la caída del muro de Berlín y han venido sufriendo las consecuencias de hacer la mala elección de un mediocre como Boric. El cambio es fundamental: desde los engaños de una transformación puramente simbólica y una desastrosa gestión gubernamental que trae pobreza y sumisión a una preocupación concreta en campos como la seguridad, el control territorial, la lucha contra el crimen organizado y una gobernabilidad que apunte al progreso y el bienestar.

En Chile, el triunfo de José Antonio Kast no puede entenderse sin el rechazo ciudadano frente a un experimento político que debilitó a las instituciones y normalizó la violencia bajo el disfraz de causas sociales. El panorama en Colombia es similar cuando el mismo libreto es percibido por los colombianos. Como claro ejemplo, la falacia de una paz total que contrasta con la experiencia cotidiana de regiones enteras sometidas a extorsión, control armado y economías ilegales más fortalecidas que nunca.

No es casual que en Colombia comiencen a ganar visibilidad precandidatos que vuelven a poner en el centro del discurso la autoridad del Estado y la seguridad en un escenario donde el lenguaje de la firmeza vuelve a conectar con una ciudadanía cansada de mentiras. No es casual que estas posturas sean inmediatamente etiquetadas como extrema derecha o autoritarismo, reproduciendo casi palabra por palabra el mismo libreto discursivo que se intentó imponer en Chile-

Aquí aparece con claridad el que llamo Efecto Trump. Más allá de simpatías o rechazos personales, Trump reinstaló un marco conceptual, doctrina Monroe incluida, que hoy vuelve a tener eco en América Latina: el crimen transnacional no es un problema local ni una consecuencia de la desigualdad, sino una amenaza estratégica que captura estados, corrompe democracias y desborda fronteras. Ese enfoque, hoy retomado con fuerza desde Washington, comienza a permear el debate colombiano, hasta en aquellos que por corrección política evitaban esos temas.

Del otro lado del espectro, la campaña afín al gobierno insiste en profundizar un relato que privilegia el diálogo sin condiciones, la lectura sociológica del crimen y la deslegitimación preventiva de cualquier política de fuerza. Este asunto ya no es ideológico, es el día a día para los millones de colombianos que sobreviven en territorios donde el Estado ha cedido presencia real.

En este contexto, resulta imprescindible revisar el papel que ha desempeñado el Foro de São Paulo y el terrible impacto de sus actuaciones en los países donde consolidó su poder maligno. El desconocimiento —o la subestimación— de este entramado fue uno de los errores más graves de varios gobiernos de la región. El caso colombiano es paradigmático: resulta difícil comprender que una administración comprometida con la lucha contra las guerrillas, como la de Álvaro Uribe, no haya prestado mayor atención a lo que se pactaba en Brasil con la participación directa de las FARC. Las consecuencias de esa omisión se manifiestan hoy en una criminalidad muy sofisticada, transnacional y política y judicialmente blindada.

El escenario regional también ha cambiado. Ni Fidel Castro ni Hugo Chávez encontraron sucesores con la misma capacidad de liderazgo e influencia en la región. Tampoco volvieron a repetirse los mega ingresos petroleros que durante años financiaron la expansión de estos proyectos políticos. Sin sus caudillos ni sus millones, el relato se ha debilitado quedando expuesto en su pobreza conceptual, sus consignas envejecidas y sus falsas promesas ante un electorado que no está dispuesto a arriesgarse de nuevo comiendo cuentos chimbos cuando ve amenazada su supervivencia.

Más que un simple giro electoral, lo ocurrido en Chile debería verse como una advertencia que debería ser tenida en cuenta por los colombianos en este momento tan crítico donde se define un futuro que va más allá de los próximos cuatro años. Chile nos demuestra que cuando el miedo, la frustración y la sensación de abandono se acumulan, el voto deja de buscar consuelo ideológico y empieza a exigir orden y gobiernos eficientes. Y cuando eso ocurre, como está ocurriendo, las campañas que no lo entienden suelen despertarse demasiado tarde.

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Carlos Salas Silva
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